El presidente derrocado anunció: "Volveré. El jueves volveré a Honduras para seguir dirigiendo a mi país". Y sus partidarios se pusieron a soñar. Se imaginaron a Manuel Zelaya regresando al aeropuerto de Toncontín con su sombrero calado, su elegante guayabera blanca, el mostacho tan negro y sus casi dos metros de estatura. Pero este sueño, por lo vivido este martes en Tegucigalpa, fue soñado en la intimidad. Porque las calles de la capital, por primera vez desde el golpe militar, no fueron ocupadas por la gente de Zelaya, sino por los partidarios del nuevo presidente elegido por el Congreso, Roberto Micheletti. Éste, sentado en la misma silla que ocupó Zelaya hace cuatro días para contestar a las preguntas de EL PAÍS, anunció: "Si regresa, será detenido".
Micheletti acepta la entrevista, pero con la condición de que sea rápida. Unos minutos antes, el nuevo presidente asistió al relevo de la guardia de honor. El acto, con todos los respetos, tiene su gracia. Porque el maestro de ceremonias es el general Romeo Vásquez, cuya destitución fue la espoleta del golpe militar. Frente a él: dos militares chaparritos. Uno, el jefe de la guardia anterior, el que en teoría se encargaba de guardar las espaldas de Zelaya. Otro, el que deberá hacer lo mismo -se supone que con más ahínco- con las del presidente Micheletti. El salón, tan vacío aquella noche que entrevistamos a Zelaya, está atestado. Hay algunos de los colaboradores de Micheletti, que lucen trajes de alpaca apenas estrenados, y muchos soldados en traje de faena y fusiles M-16 colgados en bandolera.
Cuando todos se van marchando, Micheletti contesta a algunas preguntas. La primera es qué va a pasar si Manuel Zelaya regresa el jueves. No se anda con rodeos. "Será detenido", es la respuesta. "Él tiene acusaciones judiciales en su contra. Pasó por encima de la Constitución y convocó un referéndum ilegal. No acató un fallo del Juzgado Contencioso Administrativo que le ordenó no celebrar la consulta, declarada ilegal por la Carta Magna. Teníamos la certeza de que detrás de esa consulta estaba la intención de convocar una constituyente para perpetuarse en el poder".
Y, vista la condena unánime de la comunidad internacional, ¿usted se arrepiente de la forma en que fue sacado del poder? "No. No había otra forma. Intentamos por todos los medios convencer a Zelaya de que era ilegal la convocatoria al referéndum, pero él no quiso escucharnos. EE UU intentó mediar, y de esto puede dar fe su embajador en Tegucigalpa, pero no fue posible convencerlo. Incluso intentamos que cambiara la pregunta, pero ni siquiera así quiso escucharnos".
Una colaboradora tira de la chaqueta de Micheletti, que no le hace caso y sigue contestando preguntas como quien reza un rosario. Cada dos o tres frases, la misma jaculatoria: "Aquí no hay golpe de Estado porque están funcionando los tres poderes del Estado". En las próximas horas, un ejército de políticos y funcionarios a su cargo saldrán al mundo con el difícil cometido de explicar que asaltar a tiros la casa de un presidente democráticamente elegido, apuntarlo con fusiles para que suelte el teléfono móvil, sacarlo en pijama del país y abandonarlo en medio de un aeropuerto extranjero no es un golpe de Estado. Dice Micheletti: "Nuestro desafío es explicarle al mundo cómo han ocurrido las cosas aquí y por qué no ha sido un golpe de Estado. Poco a poco vamos a ir recuperando la confianza, porque tenemos muchos amigos que van a saber comprendernos. Mañana mismo salen el canciller y varios diputados hacia Washington". ¿Es la acusación de golpista lo que más le molesta? "Lo que más me irritó fueron las declaraciones de Hugo Chávez diciendo que nos iba a invadir. No nos da miedo. Hay siete millones y medio de hondureños dispuestos a luchar por la patria".
Se acabó el tiempo. Al presidente lo rescatan de la entrevista y lo llevan en volandas hasta la comitiva que lo espera en la puerta de la Casa Presidencial. De allí se dirige hacia el Parque Central, donde cientos de ciudadanos lo esperan desde hace rato. Entre los muros de la Catedral y la estatua ecuestre del libertador Francisco Morazán, los gritos piden que Zelaya no vuelva, y que, si lo hace, sea con grilletes. Una gran pancarta presume: "Los buenos somos nosotros". Los buenos tal vez no, pero desde luego muchos más que los adversarios, o al menos más callejeros. Después de los incidentes del lunes, en los que las tropas que custodiaban la Casa Presidencial cargaron con porras y gases lacrimógenos contra los simpatizantes de Zelaya, ninguna manifestación de protesta llegó a ser ni de lejos tan numerosa como la de los partidarios del nuevo poder. O, mejor dicho, del poder de siempre.
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