Lo sucedido en Honduras tiene origen en un agotamiento del diálogo sobre la Constituyente y es un mensaje para los mandatarios que dan la espalda a los otros poderes constituidos.
Manuel Zelaya llegó al poder en Honduras el mismo año en que Evo Morales ganó las elecciones en Bolivia. Lo hizo como candidato de un partido conservador, pero pronto se declaró de izquierda, acercándose a la línea de uno de sus mayores aliados, su colega Hugo Chávez. El temor de la institucionalidad hondureña a que su Presidente depuesto siga al pie de la letra las políticas del Mandatario venezolano, con la posible convocatoria a una Constituyente en las elecciones de noviembre, y una profunda polarización interna derivaron ayer en la grave crisis política que afecta a uno de los países centroamericanos más pobres.
La forzada salida del poder de Zelaya ha sacudido a la mayoría de los gobiernos democráticos de la región. Prácticamente todos dudan de la legitimidad de la transición planteada por el Congreso de esa nación, que acaba de nombrar Presidente hasta noviembre de este año al parlamentario Roberto Micheletti. Mientras que los que le derrocaron respaldan jurídicamente su acción en una supuesta carta de renuncia de Zelaya y en una probable transgresión de la Constitución, los que le defienden califican su caída como un golpe de Estado.
Las circunstancias de su destitución son todavía confusas. Lo que se vio inicialmente fue una acción militar que terminó con su derrocamiento y su envío forzado a Costa Rica. Los reportes informativos de las primeras horas alertaron de un golpe castrense, ya que Zelaya fue sacado de su residencia y llevado a San José en un avión de las FFAA. Mientras eso ocurría, algunos servicios públicos fueron interrumpidos ysurgían denuncias de detenciones de ministros y embajadores. Horas más tarde, la Suprema respaldó la acción militar, con lo que se daba inicio a una salida constitucional algo forzada, que se consolidó rápidamente en el Congreso con la elección de un nuevo Presidente, pese a la inicial condena internacional.
Esto es lo que hace compleja la crisis hondureña. Una posición internacional unánime de rechazo a lo que se considera un golpe de Estado y la exigencia de los gobiernos de que se restituya a Zelaya, frente a la iniciativa interna de las instituciones de ese país de nombrar a Micheletti. En consecuencia, se puede concluir que Honduras tiene ahora dos presidentes, el que reconocen varios gobiernos y el que eligió su Congreso.
La crisis ha tenido su origen en un agotamiento del diálogo sobre la demanda de una Constituyente y la desconfianza por una supuesta injerencia externa en ese país. De todos modos, nada puede justificar la vuelta a Latinoamérica del fantasma de los golpes de Estado, después del anterior ocurrido en 2002 en Venezuela.
Lo sucedido en Honduras también es un mensaje a mandatarios que dan la espalda a los otros poderes constituidos. No se puede negar el desgaste de Zelaya por su empecinamiento de realizar una consulta de dudosa legalidad. El costo ha sido alto: perder el apoyo de las FFAA, de la Suprema, del Congreso y de otras instituciones. De esto también hay que aprender.
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