Los indígenas del oriente boliviano han retomado la marcha 21 años después de aquella epopeya de 1990 que dio origen al denominado “proceso de cambio”, del que surgieron la Asamblea Constituyente, la urgencia de la inclusión social y que, entre otros acontecimientos, parió la “agenda de octubre” y dio a luz al liderazgo de Evo Morales, al que le dotó de plataforma, discurso y de una causa mucho más digna y legítima que la mera defensa de la coca, el único motor que había inspirado la lucha del líder sindical, que luego se convertiría en presidente, gracias precisamente a todo ese bagaje surgido en las tierras bajas.
Lo lamentable es que la marcha de los indígenas, que se propone recorrer más de 500 kilómetros entre Trinidad y La Paz, tiene exactamente los mismos móviles que los llevó a los caminos en 1990: la defensa de su dignidad y de sus territorios, amenazados por la destrucción que los dejaría sin hábitat y condenados por siempre a una vida miserable.
Obviamente, es mucho más triste para los propios originarios, que sea justamente un Gobierno que se subió sobre sus hombros, que se hizo llamar indigenista y que a nombre de ellos trastocó todo el esquema normativo e institucional de Bolivia, el que recurre a las mismas actitudes que los relegaron de la vida nacional desde el nacimiento de la república. Y lo hace dominado por la misma motivación excluyente y sectaria que se propone apoderarse de los recursos de todos para beneficiar a un grupo, que además trae consigo el peligro de entregar el país a las mafias del narcotráfico que ya tienen controladas varias regiones, territorios y comunidades. Este importante detalle le otorga a la marcha indígena una cuota aún mayor de dignidad y por eso mismo es que se ha ganado no solo el apoyo de otros grupos de campesinos del occidente, cada vez más alejados del oficialismo, sino también del conjunto de la opinión pública nacional.
La reacción del régimen de Evo Morales no difiere en nada de las peores conductas políticas que tanto ha criticado. En primer lugar, desconoce las leyes, pretende ignorar los derechos adquiridos por los indígenas, consignados en la Constitución Política del Estado; los agentes gubernamentales han intentado por todos los medios deslegitimar la protesta de los originarios, los han llamado traidores y los han estado acusando de servir a intereses oscuros y por último, se burlan de ellos con amagues de diálogo que simplemente buscan ganar tiempo y desgastar la causa de los originarios para arremeter con decisiones ya tomadas por el Estado Plurinacional, de espaldas a la ley y sin tomar en cuenta las demandas de los que están directamente involucrados.
No es casual que, de forma simultánea a la marcha organizada por la CIDOB, hayan proliferado numerosos conflictos que tienen prácticamente convulsionados a los ocho departamentos. Uno de los más significativos es el paro en El Alto, la ciudad que puso los muertos en la lucha que terminó encumbrando a Evo Morales; el otro transcurre en Potosí, la región que sigue representando la gran paradoja boliviana del “mendigo sentado en la silla de oro” y que el proceso de cambio no ha conseguido revertir en lo más mínimo.
No hay duda que la marcha de los indígenas se constituirá, desde el punto de vista social y político, en el punto de inflexión en el Gobierno de Evo Morales, encaminado indefectiblemente a repetir viejos errores y a reproducir esquemas fracasados en la administración del país. Desde la óptica económica, el gasolinazo fue el que determinó el gran viraje. El presidente ya advirtió del peligro que eso implica y por eso es que ha invocado la concurrencia de los militares para apuntalar su régimen.
Lo lamentable es que la marcha de los indígenas, que se propone recorrer más de 500 kilómetros entre Trinidad y La Paz, tiene exactamente los mismos móviles que los llevó a los caminos en 1990: la defensa de su dignidad y de sus territorios, amenazados por la destrucción que los dejaría sin hábitat y condenados por siempre a una vida miserable.
Obviamente, es mucho más triste para los propios originarios, que sea justamente un Gobierno que se subió sobre sus hombros, que se hizo llamar indigenista y que a nombre de ellos trastocó todo el esquema normativo e institucional de Bolivia, el que recurre a las mismas actitudes que los relegaron de la vida nacional desde el nacimiento de la república. Y lo hace dominado por la misma motivación excluyente y sectaria que se propone apoderarse de los recursos de todos para beneficiar a un grupo, que además trae consigo el peligro de entregar el país a las mafias del narcotráfico que ya tienen controladas varias regiones, territorios y comunidades. Este importante detalle le otorga a la marcha indígena una cuota aún mayor de dignidad y por eso mismo es que se ha ganado no solo el apoyo de otros grupos de campesinos del occidente, cada vez más alejados del oficialismo, sino también del conjunto de la opinión pública nacional.
La reacción del régimen de Evo Morales no difiere en nada de las peores conductas políticas que tanto ha criticado. En primer lugar, desconoce las leyes, pretende ignorar los derechos adquiridos por los indígenas, consignados en la Constitución Política del Estado; los agentes gubernamentales han intentado por todos los medios deslegitimar la protesta de los originarios, los han llamado traidores y los han estado acusando de servir a intereses oscuros y por último, se burlan de ellos con amagues de diálogo que simplemente buscan ganar tiempo y desgastar la causa de los originarios para arremeter con decisiones ya tomadas por el Estado Plurinacional, de espaldas a la ley y sin tomar en cuenta las demandas de los que están directamente involucrados.
No es casual que, de forma simultánea a la marcha organizada por la CIDOB, hayan proliferado numerosos conflictos que tienen prácticamente convulsionados a los ocho departamentos. Uno de los más significativos es el paro en El Alto, la ciudad que puso los muertos en la lucha que terminó encumbrando a Evo Morales; el otro transcurre en Potosí, la región que sigue representando la gran paradoja boliviana del “mendigo sentado en la silla de oro” y que el proceso de cambio no ha conseguido revertir en lo más mínimo.
No hay duda que la marcha de los indígenas se constituirá, desde el punto de vista social y político, en el punto de inflexión en el Gobierno de Evo Morales, encaminado indefectiblemente a repetir viejos errores y a reproducir esquemas fracasados en la administración del país. Desde la óptica económica, el gasolinazo fue el que determinó el gran viraje. El presidente ya advirtió del peligro que eso implica y por eso es que ha invocado la concurrencia de los militares para apuntalar su régimen.
No es casual que, de forma simultánea a la marcha indígena, hayan proliferado conflictos que tienen convulsionados a los ocho departamentos. Uno de los más significativos es el paro en el alto, la ciudad que puso los muertos en la lucha que encumbró a evo morales; el otro transcurre en potosí, la región que representa la gran paradoja del “mendigo sentado en la silla de oro”.
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