Recientemente, el vicepresidente boliviano, Álvaro García Linera, acusó a la Central Obrera Boliviana de estar en la “corriente ideológica restauradora de la derecha” y de buscar el derrocamiento del presidente Morales.
Este lenguaje de textura jacobina fue la nota de color al ceder ante el reclamo de miles de trabajadores que durante doce días movilizaron tesoneras protestas por alza de sueldos y salarios. En febrero, al comenzar las negociaciones, el presidente Morales dijo, con desdén, que los pedidos de la Central Obrera “le causaban risa”. Fue una ironía punzante para un pueblo que posibilitó su aplastante triunfo y que por cuatro años le entregó su incondicional lealtad. Pero más allá de la gratitud, entre dícticos e ironías, se evidencia una severa crisis económica en Bolivia.
Desde el 2006, el gobierno de Morales estuvo bendecido con elevados precios de los minerales lo que le permitió entregar bonos directos a los más pobres consiguiendo un masivo apoyo que no se veía desde la revolución de 1952. También le hizo una cirugía a la medición de la inflación, disminuyendo la incidencia de los artículos de primera necesidad en la canasta familiar, de tal manera que mientras los precios de la papa y el arroz subían sin cesar, la inflación boliviana era del primer mundo.
Asimismo, subvencionó la gasolina, tomó mucha deuda venezolana y sucedió una democratización del narcotráfico. Es cierto que varias industrias cerraron por presión gubernamental generando desempleo y la raquítica ejecución presupuestaria del 35 por ciento , reveló a un gobierno ineficiente.
Pero la abundancia de plata y las ganas de hacer política y torcerle el brazo a la historia opacaron a las nimiedades macroeconómicas las cuales, como las termitas, mondaron silenciosamente y recién se mostraron una vez que hubieron perforado el cuerpo de la economía. La Navidad reciente le trajo al gobierno esta noticia como presente troyano.
Confiando en la machacona propaganda del “proceso de cambio” y en la adhesión popular hacia el “hermano Evo”, el gobierno dictó un alza del 80 por ciento en la gasolina para financiar los numerosos huecos de una prosperidad sin sustentación real. Una explosiva protesta tranversalizando sectores sociales, rompió en un santiamén el encanto popular con el Presidente indígena. Él mismo tuvo que presentarse ante las cámaras para retroceder la medida, sin lograr recuperar la devoción popular ni financiar el déficit. Si no hubo fondos antes tampoco habrá ahora para cubrir el 12 por ciento de alza de sueldos que acaba de firmar con la Central Obrera Boliviana. Y la cirugía hecha a la estadística inflacionaria ya no ataja los voluminosos números en crecida.
El pueblo y los sindicatos suelen ser enemigos cuando no están a favor. Morales mismo fue acusado de desestabilizador cuando era dirigente cocalero. Ahora, tomemos en cuenta las sabidurías de cada quién: el pueblo boliviano con su centenario confort en la protesta callejera y el presidente Morales con pocos años en el poder. Parece que un enfrentamiento frontal con ese pueblo desencantado, es lo menos aconsejable para cualquier gobierno.
Este lenguaje de textura jacobina fue la nota de color al ceder ante el reclamo de miles de trabajadores que durante doce días movilizaron tesoneras protestas por alza de sueldos y salarios. En febrero, al comenzar las negociaciones, el presidente Morales dijo, con desdén, que los pedidos de la Central Obrera “le causaban risa”. Fue una ironía punzante para un pueblo que posibilitó su aplastante triunfo y que por cuatro años le entregó su incondicional lealtad. Pero más allá de la gratitud, entre dícticos e ironías, se evidencia una severa crisis económica en Bolivia.
Desde el 2006, el gobierno de Morales estuvo bendecido con elevados precios de los minerales lo que le permitió entregar bonos directos a los más pobres consiguiendo un masivo apoyo que no se veía desde la revolución de 1952. También le hizo una cirugía a la medición de la inflación, disminuyendo la incidencia de los artículos de primera necesidad en la canasta familiar, de tal manera que mientras los precios de la papa y el arroz subían sin cesar, la inflación boliviana era del primer mundo.
Asimismo, subvencionó la gasolina, tomó mucha deuda venezolana y sucedió una democratización del narcotráfico. Es cierto que varias industrias cerraron por presión gubernamental generando desempleo y la raquítica ejecución presupuestaria del 35 por ciento , reveló a un gobierno ineficiente.
Pero la abundancia de plata y las ganas de hacer política y torcerle el brazo a la historia opacaron a las nimiedades macroeconómicas las cuales, como las termitas, mondaron silenciosamente y recién se mostraron una vez que hubieron perforado el cuerpo de la economía. La Navidad reciente le trajo al gobierno esta noticia como presente troyano.
Confiando en la machacona propaganda del “proceso de cambio” y en la adhesión popular hacia el “hermano Evo”, el gobierno dictó un alza del 80 por ciento en la gasolina para financiar los numerosos huecos de una prosperidad sin sustentación real. Una explosiva protesta tranversalizando sectores sociales, rompió en un santiamén el encanto popular con el Presidente indígena. Él mismo tuvo que presentarse ante las cámaras para retroceder la medida, sin lograr recuperar la devoción popular ni financiar el déficit. Si no hubo fondos antes tampoco habrá ahora para cubrir el 12 por ciento de alza de sueldos que acaba de firmar con la Central Obrera Boliviana. Y la cirugía hecha a la estadística inflacionaria ya no ataja los voluminosos números en crecida.
El pueblo y los sindicatos suelen ser enemigos cuando no están a favor. Morales mismo fue acusado de desestabilizador cuando era dirigente cocalero. Ahora, tomemos en cuenta las sabidurías de cada quién: el pueblo boliviano con su centenario confort en la protesta callejera y el presidente Morales con pocos años en el poder. Parece que un enfrentamiento frontal con ese pueblo desencantado, es lo menos aconsejable para cualquier gobierno.
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