Hay motivos para la inquietud. Quizá no los advierten los dominados por la ceguera que frecuentemente ocasiona el poder. Hay evidencias de que una aguda crisis se asoma en la forma de inflación, de carestía de varios productos, de malos vaticinios para la producción de hidrocarburos, golpeando especialmente a los económicamente menos favorecidos. La respuesta oficial: la manía de pendencia que algunos llaman gobernar con la teoría del conflicto. Y, si las tensiones se agravan, éstas pudieran constituir un detonante del desastre.
El oficialismo, ciego al fin, persiste en una maniquea forma de lidiar con los graves problemas que se han presentado: sólo desatar nuevos conflictos, con la pretensión de desviar la atención ciudadana. Parecería, a primera vista, que se trata de gobernar con la teoría del conflicto que, según Lewis A.Coser ("The functions of Social Conflict" 1954), “es una lucha por los valores y por el estatus, el poder y los recursos escasos, en el curso de la cual los oponentes desean neutralizar, dañar o eliminar a sus rivales”. No obstante, con esto, sólo se causará mayores rencores y una progresiva polarización ciudadana.
Cuando el gobierno de Bolivia induce al conflicto interno, también apela a la diatriba; y el blanco preferido es Estados Unidos. Al fin y al cabo, es fácil culpar al imperialismo, al liberalismo y a la democracia representativa, por todo lo malo que sucede. También es fácil, aunque atrevido, augurar que el capitalismo va a desaparecer por voluntad de los pueblos “originarios” del mundo, negando lo evidente: el fallido experimento comunista cubano y el deterioro del modelo populista “bolivariano” de Hugo Chávez ya no tienen futuro.
Nadie duda que la subvención exorbitante de los carburantes para mantener su bajísimo precio, es imposible de aceptar. Pero no hubo en el gobierno vocación de diálogo y de justificación seria cuando lanzó el ‘gasolinazo’; consecuentemente, tampoco hubo –y no hay– disposición popular para aceptar golpes salvajes de ajustes económicos desproporcionados.
Luego del retroceso en el gasolinazo, nuevamente hay inútiles afanes de provocación. Es que, al parecer, el régimen del MAS no admite que sin conflictos sea posible gobernar e imponer su “proceso de cambio”. Además, en sus cuadros, hay ansias de revancha –por daños reales o imaginarios– y la consigna es destruirlo todo, especialmente lo que represente los valores democráticos que, cuando prevalecen, dan la posibilidad del disenso. Y eso, para ellos, no es tolerable.
Todo indica que el futuro para el gobierno no es brillante. Hay demasiados problemas que no puede resolver sin desvirtuar su esencia populista. Por supuesto que los oficialistas entienden esto, pero no atinan a la rectificación de políticas equivocadas, agresivas e injustas. Se tropieza, una y otra vez, en la misma piedra, sin advertir que esa piedra es cada vez más grande.
No se trata de inducir al desastre derribándolo todo en afanoso empeño de freno a la aventura prevaleciente. Deben buscarse fórmulas democráticas que hagan posible una rectificación o anulación del empeño fallido y malsano de crear, con el conflicto, un curioso Estado sectario y discriminador, apartado de la modernidad e inconsciente de la necesidad de proteger la armonía social a través de la aplicación honesta de las leyes.
Si el oficialismo no tiene propósitos de enmienda y no lanza una propuesta de rectificación, abriendo la posibilidad democrática de la alternancia en el poder; si no tiene el propósito de respetar de la libertad y los derechos ciudadanos, vendrán días difíciles y, entonces, el aislamiento de Bolivia se hará más perceptible y, nuevamente, mereceremos que nos llamen “encuevados”.
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