Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!" Con estas palabras, Domingo Faustino Sarmiento iniciaba, en 1845, su monumental obra,Facundo, de indispensable lectura en estos tiempos del Bicentenario.
El genial sanjuanino describe como nadie, en esa historia novelada, las tensiones y los conflictos internos suscitados entre los intentos de avanzar en la edificación de un Estado nacional, mientras el país procuraba sacudirse de encima los resabios coloniales. Muchos de los problemas e interrogantes expresados en esa colosal obra de alta densidad sociológica no han encontrado respuesta; más aún, se han potenciado en nuestros días.
Durante 200 años el país se ha debatido en un movimiento pendular de avances y retrocesos que ha hecho cada vez más difícil, desde mediados del siglo pasado, el desarrollo nacional y que se logren niveles razonables de bienestar ciudadano. Tampoco se ha alcanzado un acuerdo mínimo sobre cuestiones de Estado que permitan tender redes de protección contra el riesgo de convulsiones internas. Ello informa de los conos de sombra que se ciernen sobre la democracia argentina y que no auguran buenos presagios. A eso puede conducir el nivel de enfrentamiento en que se hallan, con más frecuencia que respiros, el oficialismo y la oposición política.
¿Dónde han quedado, después de 26 años de democracia ininterrumpida, la razonabilidad y la prudencia que ésta requiere para su desenvolvimiento? ¿Dónde la construcción del consenso político? ¿Sobre qué parámetros y análisis se toman las decisiones de Estado? ¿Puede, acaso, un gobierno elegido por el pueblo evaluar escenarios y tomar decisiones de política pública sin convocar a reuniones de gabinete en las que se haga mérito de las consecuencias que acarrearía alguna de las innumerables cuestiones que involucran los intereses generales de la Nación? ¿Hasta cuándo será posible gobernar dándole la espalda al diálogo con adversarios y huyendo de los interlocutores con opiniones propias?
Lo que se infiere de la experiencia política de toda la vida y de los resultados inmediatos que están a la vista es que por esa vía el Gobierno terminará por encerrarse en un callejón sin salida. Si eso sucede lo hará con daño para sí mismo y con daño para el interés de todos. La pluralidad implícita en los genuinos intercambios de ideas y puntos de vista no puede ser reemplazada por el ámbito enviciado en que circula el asentimiento profesional del pequeño círculo de incondicionales con el gobierno de turno.
Alcanzar el éxito electoral y formar gobierno no es un mérito individual; antes bien, constituye el resultado del esfuerzo colectivo de un grupo o partido político. Esa labor supone el denuedo de muchos militantes infatigables, leales y honrados, sin quienes un partido político jamás podría perdurar, crecer ni alcanzar el poder. ¿Se puede luego, sin costo alguno, prescindir de ellos y avanzar sin democracia interna ni participación ciudadana? ¿Es posible convocarlos a la función pública para luego amordazarlos e indicarles que sólo deben expresarse en el sentido indicado por encuestas amañadas o por la voluntad omnímoda del príncipe? ¿Puede un país hallar un destino de grandeza si el poder es ejercido de tal forma? La respuesta obvia no puede ser más negativa.
Encarar políticas públicas sólo sobre la base de un criterio monárquico, o en razón del resultado de un discutible sondeo de opinión es, al final del camino, letal para un político. Quien ejerce el poder en esos términos desconoce reglas básicas de la política. No alcanza con dedicarles a las cuestiones públicas las 24 horas del día ni de nada sirve un desempeño sin pausas si no se sabe hacia dónde ir y para qué.
El ejercicio de la política es un arte mayor en cuya praxis se necesita profunda vocación, larga mirada e inagotable paciencia. Un político cabal es quien, sin ser un héroe, pone empeño en estar a la altura de la confianza que el voto popular le otorgó y renueva la exigencia en una ética de la democracia. Además, es quien asume su responsabilidad con compromiso por los asuntos públicos, sin frivolidades ni ligerezas, sin fomentar los relativismos morales ni servirse de cualquier medio a fin de asegurarse un presunto favor popular.
Actuar de ese modo es congruente con el ideario de Mayo, que iluminó a todos aquellos que acometieron, en los diferentes períodos de nuestra historia de dos siglos, la gesta de transformar una conflictiva federación provincial en una república democrática, asentada en un Estado moderno. Hoy, como ayer, los dirigentes que logren distinguir la diferencia entre éxito y gloria tal vez encuentren el camino apropiado para avanzar con sus propuestas políticas, pero para beneficio de la república y el bienestar ciudadano.
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