La propuesta ética de la sociedad democrática capitalista construida hace dos siglos y medio, se apoyaba en una serie de premisas cuyo fundamento era algo tan concreto y tan plausible como la búsqueda de la felicidad humana. Para lograr esa meta los pensadores liberales asumieron que la idea del bien común y de la promoción de valores morales, cuyo fundamento era el puritanismo cristiano, estaban intrínsecamente ligados a la concepción del progreso humano.
La distancia entre la teoría y la práctica fue la que siempre ha marcado cualquier proyecto humano desde el principio de los tiempos, la misma que acompañará a nuestra especie hasta el día de su extinción definitiva. Pero a pesar de que la realidad siempre fue cruda en la relación injusta entre los seres humanos, el modelo propuesto de liberalismo político y liberalismo económico permitió consolidar el liderazgo de Occidente, no sólo a partir de su éxito objetivo, sino en tanto se pudo construir dos versiones de ese modelo que a fines del siglo XX parecían plenamente consolidados, el bullente capitalismo estadounidense y el Estado de bienestar europeo, ambos basados en la importancia –con sus variantes-- del mercado como elemento determinante, y la democracia y las libertades como su fundamento ético superior.
En el camino quedaron las otras grandes visiones históricas, parte de ellas nacidas del mismo Occidente. Pero la ecuación no ha cerrado como se pretendía cuando se pensó que la historia había pasado de la búsqueda al momento esplendoroso de la difusión y aplicación de la receta conseguida.
El siglo XXI cruzó al vigoroso emblema occidental en varios frentes y lo dejó desnudo ante sus propias dudas y ante la evidencia de las aguas que entran en su nave. El modelo de desarrollo depredó de tal modo el planeta que nos ha colocado ante la pregunta esencial ¿Está comenzando a morir la Tierra como hábitat de la humanidad? La respuesta inicial es que sí, que la agonía ha comenzado y que el tiempo corre en nuestra contra. Las respuestas son, por ahora, insuficientes. El Titanic no puede mover el timón 180 grados a la velocidad que se requiere, y aún no está claro cómo se mueve ese timón para cambiar de paradigma de desarrollo.
La codicia, la avaricia, la mezquindad y la indecencia de los poderosos, cuya expresión más representativa es el sistema financiero, se ha revelado en toda su crudeza. Mientras sociedades enteras se hunden o enfrentan crisis que las retrotraen a los momentos de la Segunda Guerra Mundial, los Estados corren a socorrer a quienes jugaron a la ruleta y perdieron con el dinero de los ciudadanos. La trampa es perfecta, la sobrevivencia de las economías estatales depende de ese salvataje. Salvo excepciones, los autores de ese juego macabro, gozan de la buena salud que da la riqueza frecuentemente mal habida
Las grandes potencias padecen enfermedades que habían estado reservadas a países pobres o de mediano desarrollo. Déficits fiscales que son verdaderos agujeros negros, índices de desempleo que asustan, problemas de eficiencia y competitividad, sistemas de partidos políticos en creciente descrédito, sistemas de seguridad social y jubilación que amenazan con desplomarse y problemas de cambio climático que plantean costes astronómicos. Los valores esenciales de la democracia y la libertad que aún siguen incólumes, se ven acorralados por este empantanamiento de quienes dijeron tener la fórmula para encontrar la felicidad.
Las grandes potencias padecen enfermedades que habían estado reservadas a países pobres o de mediano desarrollo. Déficits fiscales que son verdaderos agujeros negros, índices de desempleo que asustan, problemas de eficiencia y competitividad, sistemas de partidos políticos en creciente descrédito, sistemas de seguridad social y jubilación que amenazan con desplomarse y problemas de cambio climático que plantean costes astronómicos. Los valores esenciales de la democracia y la libertad que aún siguen incólumes, se ven acorralados por este empantanamiento de quienes dijeron tener la fórmula para encontrar la felicidad.
El mundo vive hoy entre el anonadamiento y la desorientación de quienes se constituyeron en los superpoderes de la segunda mitad del siglo XX, y la fuerza de huracán de potencias emergentes que ensayan experiencias tan diversas cuanto inciertas.
Nadie puede dudar de que a mediados del siglo XXI, las cabezas del mundo serán otras. ¿Pero cuál es el modelo de las nuevas potencias? No está claro. No hay coincidencia plena en qué se entiende por búsqueda de la felicidad, no hay una aplicación común de mecanismos que garanticen libertad y democracia, no hay propuestas que rompan el esquema del progreso usado hasta hoy. Peor que eso, alguna de las potencias mundiales emergentes de este tiempo, ejerce de un modo descarnado prácticas depredadoras del medio ambiente, violación sistemática de los derechos humanos, cero democracia y muy poco respeto por los derechos sociales básicos de sus ciudadanos. Aquellas otras potencias en las que los valores democráticos crecen, por su parte, viven realidades de desigualdad francamente indignas.
El escenario se cierra con la constatación de que todos vivimos en una olla de presión en la que la extrema pobreza, la desesperanza y la falta de horizontes, incrementan la violencia, el crimen organizado y graves presiones migratorias que enrarecen las relaciones entre los Estados.
¿Es el Apocalipsis? No, es la complejidad de un planeta con 7.000 millones de mujeres y hombres que demandan una vida justa. Sabemos todo lo que hemos avanzado y nos maravillamos por ello, pero hoy estamos en un momento en que las nuevas preguntas han dejado en el pasado la mayoría de nuestras respuestas.
Como dice el tópico. Nos toca vivir tiempos interesantes. ¿Es una maldición? No, simplemente, es lo que hay.
El autor fue Presidente de la República
El autor fue Presidente de la República
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