Lunes, octubre. La primera página del diario traza un perfil del nuevo líder talibán Mullah Mansour. Mansur, nombre fatídico del primer milenio, Almanzor, el castigo de España.
ISIS dinamita el arco de triunfo de Palmyra. Aviones por todos lados; soldados. La frontera turca se marca en pisadas de veinte mil combatientes kurdos, buena parte mujeres. Occidente ha vuelto a disputar antiguas hegemonías en la región. A Inglaterra la reemplazan los yanquis; Rusia se renueva a sí misma; China observa, siempre dispuesta a quedarse con la mejor tajada, mientras delimita un panorama violento para evitar peor futuro, peor en su franja oeste, donde se agitan los uigur. Nunca mejor Pérez Reverte para hablar de los refugiados sirios, y demás, que atacan esperanzados una Europa que de recibirlos habrá sellado su destino, como cuando los godos, dice él, escapando de Atila, arrojáronse en brazo protector de una Roma eterna enemiga.
Sobre Kunduz flota la bandera del Talibán. Luego ya no. Deja una impronta, un aura que anuncia fatalidad. Israel lo sabe, aunque lejos, porque este espasmo sísmico que hace temblar Asia Central y Oriente Medio, crece en intensidad y se extiende en las infinitas ramas de una religión simple y arcaica, una que se agiganta y amenaza. Creímos que tiempo y espacio se habían afirmado en una Pax democrática, blanca, europea, letrada. Ahora el porvenir viste burka tenebrosa, negra y con sabor de sangre. Es en el vientre de las mujeres musulmanas reacias al cambio que perece la humanidad. Vientres que pasean Londres y París, que se multiplican en Germania, que remueven la sombra de Almanzor en la península mal dicha madre patria, mala madre, puta madre.
Algún reduccionismo habla de petróleo. Si fue el detonante, ha dejado de serlo. El movimiento que observamos viene de profunda raigambre, mucho más que cualquier sedimento antiguo, tanto como los hermanos apedreándose y cediendo a Caín el rol menos remunerado pero más prolífico. El dilema del becerro de oro y las tablas de la ley, en sus mil y una interpretaciones, contadas por Scherezadas cargadas de bombas y con metralletas. Se reescribe la historia a la usanza vieja, con sangre. ISIS parece extraída del escenario de Mad Max 2, The Road Warrior, y su visión postapocalíptica que huele hoy a presente, con la única salvedad que el héroe, el individuo, ha pasado a caracterizarse en una turba amorfa y caníbal. Ya no queda siquiera la lírica de intentar rejuvenecer la memoria de haber sido hombres.
Y sin embargo, tozuda humanidad esta, ante el embate de la oscuridad se plantan las guerreras kurdas, violadas, vejadas, pero con la muerte en las manos. Allí nos preguntamos si hay muerte redentora que se opone a la que destruye, si matar es mandamiento apremiante en tiempo de crisis, cuando todo parece perdido. Matémonos el uno al otro para sobrevivir (los otros podrían decir lo mismo sin faltarles razón).
Una poeta agonizante escribe versos. A su manera representa un Quijote contra molinos de viento. Cuando el griego Pedro de Candía desembarcó, solo, en Túmbez, provisto de radiante armadura, terminaba una época, corría en los descalzos pies de los temerosos. Hablamos de apocalipsis con sentido trágico. Elucubramos, discernimos, creemos ser analíticos. El Mal, permanente, persiste. Ayer fue España, en los demonios pizarristas y almagristas; hoy es el Estado Islámico. El Kunduz del Talibán puede interpretarse, doscientos años atrás, como el Kabul del imperio británico. ¿Se termina entonces? ¿O sobre la tierra crece un fuego igual al de los bosques, fervoroso, cíclico, asesino y paridor?
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