Cuando el Estado, a través de sus autoridades, busca revisar la historia, no queda otra que comenzar a asustarse porque su deseo es cambiarla con los ojos de hoy y con el interés de respaldar su propia actuación.
Son estremecedoras las revisiones históricas que se han dado en los gobiernos autoritarios. Stalin, por ejemplo, no sólo que cambió la historia pasada de Rusia sino también la que a él mismo le tocó protagonizar eliminando de ella o añadiendo a sus adversarios y a sus adláteres, siendo el caso de Trotsky, un ejemplo paradigmático. En Cuba, todo era malo antes de 1959 y todo fue mejor después. Ni qué decir de lo que hicieron los historiadores de Hitler o Franco.
Y la verdad es que si en algún momento se ha podido escribir es en sistemas democráticos, donde los historiadores pueden decir su verdad sin que ningún burócrata la prohíba o la ensalce.
De ahí que provocan mucho susto las iniciativas que surgen de las autoridades de gobierno de reescribir la historia con apoyo estatal. En Argentina se ha creado un instituto de revisión histórica, lo que ha provocado una apasionada y sustanciosa polémica.
El turno ahora es de Chile, donde de un plumazo las actuales autoridades han decidido cambiar los textos de enseñanza escolar y calificar la “dictadura militar” de Augusto Pinochet (1973-1991) no como tal sino como “régimen militar”, y muy suelto de cuerpo, un funcionario ha dicho que Pinochet entregó el poder luego de un proceso electoral, actitud que ningún dictador tuvo.
Ante esos ejemplos, es necesario comprender que lo mejor es que los entendidos escriban historia con el interés de develar hechos y no reinventarla desde el Estado para apoyar circunstanciales ideologías o procesos políticos, más aún en situaciones en que incluso el pasado que todavía se recuerda quiere ser tergiversado.
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