Tanto la Constitución Política del Estado en actual vigencia como leyes, códigos y reglamentos del respectivo espacio institucional, no permiten a los mandos militares tomar decisiones personales respecto a acciones castrenses fuera de los cuarteles. Si de intervenir con tropas, tanques o aviones en cualquier conflicto político-social se trata, aquellos mandos deben esperar una orden concreta, expresa y terminante, en tal sentido, del propio jefe de Estado, siguiendo una línea de subordinación y constancia.
Pero ocurre que nada más y nada menos que el propio comandante en jefe de las FFAA, Tito Gandarillas, acaba de revelar públicamente, muy suelto de cuerpo, que por “iniciativa propia” envió tres aviones a la población beniana de Rurrenabaque para evacuar a los marchistas nativos del Tipnis y transportarlos, supuestamente, a sus poblaciones de origen, luego de la violenta represión policial desatada contra ellos en septiembre de 2011 en cercanías de Yucumo, en un grave episodio hasta ahora no aclarado debidamente. El militar, recientemente posesionado en el cargo, argumentó -en procura de justificar su decisión- que creía que los aviones de la FAB serían necesarios para una eventual evacuación de heridos y que por ese motivo asumió tal ‘iniciativa’ sin recibir orden superior alguna. Especialistas en temas militares han coincidido en afirmar que Gandarillas, con su revelación, ha admitido la comisión de delitos militares. No hace mucho, su actual comandante calificó a las FFAA como ‘anticolonialistas’, ‘antimperialistas’ y ‘anticapitalistas’ y con anterioridad emitió una opinión favorable sobre las inéditas elecciones judiciales de octubre pasado.
A su reciente intervención se atribuye el afán de proteger a quienes, desde los más altos niveles del Gobierno, impartieron la orden de reprimir a los marchistas del Tipnis y a cuyos dirigentes ha movido a la risa la revelación del jefe castrense. Todavía permanecen en la memoria colectiva las imágenes de la violenta represión policial contra la referida marcha. La llegada de los aviones de la FAB fue paralela a la de las tropas que cometieron los brutales vejámenes. Todo el aparatoso operativo fue parte de un esquema ordenado desde muy arriba para frenar en seco a los marchistas. Es obvio, en consecuencia, que Gandarillas, entonces comandante de la FAB, no hizo sino acatar la orden de la respectiva superioridad, la cual no actúa en los cuarteles, sino en Palacio de Gobierno.
El deplorable comportamiento de Gandarillas vuelve a colocar en entredicho el rol constitucional de las FFAA en la Bolivia del ‘cambio’ y desvela el afán de proteger a los verdaderos autores intelectuales de la violenta represión contra los defensores del Tipnis y en cuyo necesario y total esclarecimiento para establecer responsabilidades, poco y nada se ha avanzado.
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