No es sólo la autoridad física del Gobierno la que está siendo puesta a prueba, sino, lo que es mucho más importante, su autoridad moral
Por segunda vez en lo que va de los últimos cuatro meses, después de que en octubre del año pasado se produjera el arribo de la marcha de los indígenas del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) a la ciudad de La Paz, la plaza Murillo, núcleo del poder político boliviano, ha sido escenario de dramáticos momentos de tensión entre las fuerzas policiales y los manifestantes que esperaban coronar con un triunfal ingreso su larga caminata a tan emblemático sitio.
Lo que se suponía, dados los antecedentes del caso y suponiendo que después de hacer una evaluación de los magros resultados obtenidos en experiencias similares del reciente pasado, era que las fuerzas gubernamentales actuaran con más cautela y no optaran por recurrir a la desmedida represión policial, como finalmente ocurrió.
El resultado, como no podía ser de otro modo, fue que a la ya tradicional inclinación de los vecinos de La Paz a identificarse con las causas de los más débiles, reforzada en este caso por la compasión que inspiró el espectáculo ofrecido por una caravana de sillas de ruedas, filas de lisiados apoyados con muletas y las muchas formas como se hizo visible el drama con el evidente propósito de concitar compasión, se sumó la indignación que suele provocar cualquier muestra de abuso de poder.
Así, todo parece indicar que el costo político que trae consigo esta manera de actuar será a la larga para el Gobierno muy difícil de administrar. Es que no es sólo la autoridad física, entendida como la potestad de imponer el orden al resto de la sociedad, la que está siendo puesta a prueba, sino, lo que es mucho más importante, la autoridad moral y, por consiguiente, la legitimidad de quienes detentan el poder.
En el caso que nos ocupa, la principal deficiencia de la manera como el Gobierno está afrontando el conflicto es que no puede justificar ante la ciudadanía, y sobre todo ante quienes más esperanzas depositaron en él, tanto retaceo de recursos fiscales cuando, simultáneamente, hace ostentación de gastos a todas luces dispendiosos, lo que quita toda verosimilitud a los argumentos basados en la austeridad y escasez de dinero en las arcas fiscales.
A ello se suma el hecho de que además de la Constitución Política del Estado, que explícitamente asigna al Estado la obligación de atender las necesidades de las personas discapacitadas, una ley, la No. 769, aprobada el 20 de agosto de 2008, que a tiempo de eliminar el financiamiento estatal a los partidos políticos, agrupaciones ciudadanas y pueblos indígenas, en los años electorales y no electorales, dispone en su artículo segundo la creación de un Fondo Nacional de Solidaridad y Equidad destinado a los discapacitados con un monto inicial de 40 millones de bolivianos, que serán erogados por el Tesoro General de la Nación (TGN).
Casi cuatro años han transcurrido desde entonces y nadie sabe a dónde fueron a parar los 160 millones de bolivianos confiscados a los partidos políticos y acumulados en nombre de los discapacitados. Razón más que suficiente para temer que en éste, como en otros casos, la falta de transparencia y de buena fe en las negociaciones y convenios que se suscriben es parte fundamental del problema, por lo que revertir esa situación debe ser parte también fundamental de cualquier solución.
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