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viernes, 28 de octubre de 2011

Pedro Shimose ofrece un primer texto de una historia sobre Libia, Gadaffi y el Islam que ayuda a comprender los acontecimientos que culminan con el asesinato del tirano.

Las imágenes del linchamiento del jefe de Estado libio, coronel Muamar al Gadafi, nos helaron de espanto. El impacto de aquellas escenas nos condujo al siglo pasado, cuando Benito Mussolini y Gualberto Villarroel fueron vejados, asesinados, arrastrados y colgados por la furia ciega de las masas sedientas de venganza. 
Todos los medios (prensa, radio, televisión e Internet) repitieron hasta el hartazgo aquel horror, para vergüenza de la especie humana. Se ajustició al tirano, pero no se hizo justicia. Cabe recordar lo que Robert Kennedy le respondió a un senador boliviano que alegaba ante él –en una audiencia capitolina– que a los comunistas había que liquidarlos como al Che. Kennedy le interrumpió: “Si hiciéramos eso, ¿en qué nos diferenciaríamos de ellos?”. Pese a que el Che fue ajusticiado (Bob Kennedy también), la reflexión kennediana viene a cuento a la hora de hablar de Gadafi, pero ¿qué es Libia?
Libia es un territorio (1.760.000 km2) casi despoblado (6 millones de habitantes; 3 hab/km2), compuesto por tres regiones: la costa mediterránea, cuatro grandes oasis e inmensos desiertos del Atlas sahariano. Poblada por tribus de beduinos, hasta 1959 –año del descubrimiento de riquísimos yacimientos petrolíferos– Libia solo tenía un valor estratégico. En los siglos XV y XVI, Trípoli fue refugio de piratas berberiscos. Por allí pasaron fenicios, griegos, romanos, cartagineses, vándalos, bizantinos, árabes, turcos, italianos, franceses, ingleses y alemanes. 
Árabes y turcos otomanos dejaron huella en la cultura de las tribus nómadas de origen bereber (la lengua árabe y el islamismo son determinantes en aquellas tierras). Los árabes omeyas y abasíes dominaron Libia alrededor de 900 años; los turcos otomanos, casi 400 años, y los italianos, apenas 33 años. La derrota del fascismo italiano dio paso a la presencia militar francesa y británica en un país ocupado. En 1949, la ONU vota la constitución de un Estado libio con una monarquía impuesta y un rey –Muhammad Idris al-Sanusi– que intentó unificar y occidentalizar su reino. El rey Idris firmó concesiones petroleras a favor de empresas británicas y francesas, proclamó la Constitución de 1963, creó el ejército nacional, instauró el seguro social, el voto femenino y la instrucción pública, abolió la organización federal del Estado y centralizó la administración pública. Como vemos, Libia es una invención a gusto de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
Pero el reinado de Idris duró apenas 18 años. Fue derrocado, en 1969, por los “oficiales libres”, jóvenes militares libios partidarios del general egipcio Gamal Abdel Nasser, líder del panarabismo laico. Como dato curioso, el primer presidente de la naciente República libia fue un sindicalista de origen palestino llamado Mahmud Sulaymán Magribí (1933-2009) que, además, ocupó las carteras de Finanzas y Reforma Agraria. Magribí elaboró una estrategia que intentaba conciliar los principios teóricos del socialismo con la ortodoxia musulmana, cuadratura del círculo que solo la ilusión populista creyó posible. A los cuatro meses, Magribí fue desplazado por los militares.
Así, cuando el militarismo irrumpía en la escena política mundial, en Libia tomaba las riendas del poder un capitán nasserista de origen beduino, llamado Muamar al Gadafi (Sirte, 07/06/1942 – idem, 20/10/2011) de cuyas andanzas hablaremos el próximo martes, si Dios quiere. ¡Ojalá!, que quiere decir lo mismo.

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