Un hecho histórico cuyos componentes y eventuales proyecciones hacia el futuro serán objeto de estudio y análisis a partir de ahora, acaba de ocurrir en la asamblea general de la importante y cuestionada Organización de Naciones Unidas (ONU). Por primera vez en los más de 60 años de existencia del foro mundial, la asamblea general de todos los años ha sido inaugurada por una mujer. A Dilma Rousseff, como presidenta constitucional del Brasil, uno de los principales países emergentes del mundo, le correspondió el rol de hacer historia. Lo hizo con dos definiciones que conmueven los cimientos de la sociedad en que vivimos.
La presidenta brasileña cavó hondo en el palacio de cristal, sede de la ONU en Nueva York, la pica de uno de los conflictos internacionales más peligrosos y enrevesados desde el final de la segunda guerra mundial: la creación del Estado israelí en 1948 y sus consecuencias tantas veces trágicas. Rousseff proclamó llegada la hora de tener a Palestina en la ONU con todos los títulos y derechos reconocidos a plenitud, causa que por cierto tiene el apoyo de la gran mayoría de las naciones del mundo y que resisten con invariable obstinación Israel y los Estados Unidos.
Desde las repetidas guerras en el Medio Oriente hasta la irrupción del fundamentalismo religioso que transita por los senderos escabrosos del terrorismo, tienen por telón de fondo la falta de reconocimiento al derecho de los palestinos de tener patria propia.
El mismo derecho, e igualmente indiscutible, que hizo posible la creación de Israel después de la segunda guerra mundial. Tal una de las dos banderas que la mandataria brasileña enarboló en su histórica inauguración de la asamblea general de las Naciones Unidas.
La otra, fue una proclama valiosa y valerosa. “Estoy convencida de que éste será el siglo de las mujeres”, dijo. Y alrededor suyo estaban no pocas de las razones que dan peso a su afirmación. Estaba Cristina Fernández, cuya tierna entereza no hace mucho admiramos cuando sufrió la pérdida de su compañero de vida y de lucha. Estuvo antes Michelle Bachelet, la chilena cuyo humanismo estuvo por encima del dolor personal que le había causado la dictadura pinochetista y que gobernó con amplio espíritu integracionista. Nosotros, los bolivianos, tuvimos en Lidia Gueiler una ejemplar predecesora, la mujer a la que jamás amedrentaron los militares reaccionaron y que se fue de la presidencia de la República derrocada pero victoriosa.
Rousseff no habló del “siglo de las mujeres” como ejercicio declamatorio sino como una más entre las grandes reivindicaciones a que tienen derecho los sectores segregados y postergados, que los hay, de la especie humana. En este mundo nuestro en el que, cuando menos teóricamente, se lucha por la desaparición de las injusticias y las postergaciones, se hace impostergable poner en acción el derecho a la igualdad en todos los campos. En el de la mujer, además, está permitido esperar –en realidad ya lo han probado cuando tuvieron la oportunidad- que atavíen el ejercicio del poder político con la ternura que le es inherente. Tal vez están en capacidad de construir un mundo mejor.
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