Tras 18 días de admirable paciencia y perseverancia, el pueblo egipcio acaba de escribir una de las páginas más memorables de su rica historia. Una página con la que se cierra un ciclo y se abre hacia un porvenir todavía incierto pero tan amplio que del curso que vaya tomando durante los próximos días depende no sólo el futuro de Egipto, sino el de todo Oriente Medio.
Son tantos y tan complejos los motivos que han confluido para desencadenar la revolución egipcia, que es necesario esperar a que se disipe el impacto inicial antes de lograr una cabal descripción, explicación y comprensión de lo ocurrido y, más aún, de sus efectos sobre el futuro inmediato. Mientras tanto, sólo cabe identificar algunas certezas en medio del mar de incógnitas que quedan abiertas.
Entre ellas, la primera y la más importante es que la revolución egipcia ha dado fin con mucho más que el régimen de un individuo. Ha dado fin con las bases de todo un sistema de poder político (el de los despotismos árabes) que bajo formas tan diversas como las monarquías (como la saudí) hasta las dictaduras militares modernas (como la egipcia) ya no podrán sostenerse ni ser sostenidas, como hasta ahora, por las principales potencias del mundo occidental.
No menos importante es la necesidad de adaptación que se plantea a regímenes islamistas como el iraní y sus satélites estatales y paraestatales como Hamás e Hizbollah. Es que la revolución egipcia está muy lejos de responder a corrientes fundamentalistas como la que se apropió de la revolución iraní de 1979, y es mucho más probable que los proyectos autocráticos y teocráticos sucumban ante el impulso democratizador a que ocurra lo inverso, como temen sin mucho fundamento los sectores más conservadores de Israel, Estados Unidos y Europa.
Los motivos que dan pie a esa visión optimista son felizmente muchos y se los ha visto en abundancia tanto en Túnez como en Egipto. El principal de ellos, y el más importante, es que el movimiento revolucionario no ha sido preparado ni dirigido y mucho menos inspirado por los islamistas, sino por jóvenes, la mayor parte de ellos nacidos bajo los regímenes que están siendo derrocados. Son jóvenes modernos, democráticos, diversos y admiradores de la diversidad, audaces y ambiciosos, muy conocedores de la revolución tecnológica y de los desafíos que trae consigo; jóvenes cuya mirada está puesta en el futuro y no en las concepciones medievales propias de los radicalismos religiosos.
Una revolución tan juvenil –organizada a través de Internet y que durante sus 18 días de duración no empuñó ningún tipo de armas, ni siquiera las típicas bombas Molotov, sino teléfonos celulares y computadoras portátiles cuyas municiones no fueron balas sino ideas y sentimientos transmitidos en formato digital– no es, no puede ser, compatible con ninguna forma de totalitarismo. Y ese solo dato es por demás suficiente para que la revolución egipcia pueda ser vista con optimismo por quienes creen en la libertad y la democracia, y con pavor por quienes desde uno y otro extremo del espectro ideológico o teológico quisieran poder controlar las mentes y los corazones de sus pueblos.
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