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domingo, 30 de mayo de 2010

del narcotráfico dependerá la supervivencia o el desplome de la democracia en A.L. sentencia M.Vargas Llosa


La televisión ha sido un extraordinario invento, ya lo sabemos, pero ha sido también un formidable desperdicio, pues, en lugar de contribuir a elevar la cultura y la sensibilidad de todo el mundo, ha banalizado, frivolizado y —me atrevo a decir— aumentado el nivel de imbecilidad en un gran número de seres humanos, a quienes las imágenes de los programas más exitosos de la pequeña pantalla —dechados de vulgaridad, chismografía y amarillismo periodístico— exoneran de preocupaciones, inquietudes espirituales e intelectuales y hasta de la incomodidad de pensar.

Esto se hace sobre todo evidente por contraste, cuando aparece un programa capaz de aprovechar la televisión para enriquecer la información, el conocimiento o el placer de los televidentes de una manera realmente original y creativa. Yo recuerdo algunos de ellos, que sobresalían olímpicamente sobre el piélago de chabacanería e idiotismo en que de costumbre chapalean sus congéneres: Panorama, de la BBC, que cada semana ofrecía una investigación novedosa y profunda sobre un tema político de actualidad en el Reino Unido y en el mundo; Apostrophes, de Bernard Pivot, que pasaba revista cada semana a la actualidad literaria en Francia con tanta sutileza, inteligencia y amenidad que era visto por millones de televidentes; 60 Minutes, de la CBS, que en tres o cuatro secuencias de apenas 13 minutos cada una ofrece una síntesis fascinante de los hechos y personajes más destacados de la escena internacional.

Pues el documental Pecados de mi padre, largometraje de hora y media de duración, dirigido por Nicolás Entel, que exhibió hace unos días la televisión en España, me recordó los mejores logros televisivos de que guardo memoria y, una vez más, me hizo lamentar la utilización que suelen dar los productores y canales a un medio que, en manos diestras e íntegras, puede explorar la realidad circundante de una manera vívida e íntima, encontrar en el caos que ella representa un orden que la haga inteligible y, de este modo, no sólo interesarnos y conmovernos como lo haría un gran libro de ficción, sino ilustrarnos de manera muy certera sobre las verdades y las mentiras del mundo en que vivimos.

Decir que Pecados de mi padre es la historia de Sebastián Marroquín, el único hijo varón de Pablo Escobar, el más famoso narcotraficante de Colombia, con un prontuario de fechorías y hechos violentos sin parangón que han generado en torno de su nombre una verdadera mitología, es decir muy poca cosa. Porque, la confesión del joven protagonista de este documental, más que un testimonio sobre el horror y la sangre en que transcurrió su vida y la de su madre y su hermanita menor —los tres sobrevivieron de milagro a un atentado de enemigos de su padre que hicieron explotar el edificio Mónaco, donde vivían, con 700 kilos de dinamita—, es la radiografía más persuasiva y más dramática del fenómeno de la violencia que vivió Colombia en los años ochenta y los noventa por las guerras entre cárteles de la droga y las que libraban todos ellos con las fuerzas del orden.

En la macabra danza participaban millones de millones de dólares mal habidos y decenas de cadáveres, atentados terroristas, secuestros, inseguridad, caos, y sobre todo ello, tronaba la figura, odiada por sus crímenes y latrocinios y adorada por sus derroches populistas —como construir un zoológico feérico en su tierra antioqueña y regalar cinco mil viviendas a los pobres que vivían en los basurales de la ciudad— de Pablo Escobar, quien finalmente fue abatido por la policía en 1993. Su hijo, de quince años, anunció ese mismo día por la radio que vengaría a su padre, matando a sus ajusticiadores. Pero pocos días después se desdijo, pidió perdón por sus amenazas y juró que renunciaba a continuar en ese paroxismo de violencia que desangraba a su país.

Uno de los grandes méritos del documental de Nicolás Entel es probar de manera inequívoca que el hijo de Pablo Escobar cumplió este juramento. No fue fácil. Él y su madre debieron huir de Colombia, una vez que consiguieron que un juez aceptara cambiar sus nombres, y, luego de una fuga cinematográfica, por Ecuador, Perú, Mozambique y Brasil, recalar en Buenos Aires, donde, no sin tropiezos —incluida la cárcel, donde la viuda de Escobar pasó un tiempo acusada de lavado de dinero y de ser esquilmados por un contador que descubrió su verdadera identidad y pretendió chantajearlos— poco a poco fueron rehaciendo su vida y alcanzando una cierta normalidad. Ahora, la viuda se gana la vida vendiendo inmuebles y Sebastián Marroquín como diseñador de interiores.

¿Cómo convenció Nicolás Entel a Sebastián Marroquín para que desnudara su vida ante la cámara? Es decir, para que aceptara volver a una riesgosa actualidad a la que él y su familia habían evitado con tanto empeño todos estos años. Probablemente, la razón es la que el hijo de Escobar esgrime en el documental: por más que uno trate, no es posible huir de su pasado. La única manera de dejarlo atrás, es enfrentarlo, con valentía y lucidez. Él lo hace, de una manera intensa y desgarrada. Pide perdón a todas las víctimas de Pablo Escobar y sus pistoleros, y sus palabras tienen un acento verídico, no truculento, y parecen expresar una voluntad de expiación adquirida en largos años de reflexión y sufrimiento.

El cráter del documental es el encuentro del hijo de Pablo Escobar con los hijos de dos políticos colombianos asesinados por los sicarios del jefe del cártel de Medellín: el ministro Rodrigo Lara Bonilla y el candidato presidencial Luis Carlos Galán. Sebastián Marroquín les escribió primero, pidiéndoles perdón, y esas víctimas a quienes la muerte violenta de sus padres destrozó la vida, se lo concedieron y aceptaron reunirse con él. Escarapela la espalda el instante en que se reúnen y conversan. Hay una tensión que corta el aire, mientras Sebastián Marroquín, con voz estrangulada, explica lo que siente y lo que ha sentido todos estos años ante esa locura homicida que rodeó su infancia y juventud y todos los estragos que sembró en torno su padre. La cámara tiene en estos momentos esa misteriosa facultad que le imprime el talento de un buen realizador: la de escudriñar por debajo de las palabras y los gestos la verdad o la mentira del personaje que está frente a ella, la de delatar sus imposturas o refrendar su sinceridad. En la incomodidad que trata de vencer, en el temblor de la voz, en lo huidizo de su mirada, en la tensión que lo embarga, en el sollozo que trata de contener, es evidente que aquello que Sebastián dice a los hijos de Lara Bonilla y de Galán de veras lo siente. Ellos lo entienden así y por eso su respuesta es no menos auténtica.

Aunque Pecados de mi padre no es un documental específico sobre el narcotráfico, éste es el ámbito sin el cual nada de lo que refiere hubiera pasado, la razón última de esa orgía de dinero, violencia y crueldad que sacudió entonces a Colombia y ahora sacude a México y está echando sus tentáculos por toda América Latina. Y una de las conclusiones que naturalmente transpira del trabajo de Entel es la ilusión de querer combatir aquel flagelo con jueces, policías, calabozos, prohibiciones y sentencias. Hay demasiado dinero en juego, un mercado tan ferozmente grande para las drogas que éstas, de manera inevitable, serán producidas, distribuidas y comercializadas, mientras haya consumidores que las reclamen y estén dispuestos a pagarlas. La represión no tendrá otro efecto que causar más víctimas inocentes y aumentar los precios de la mercancía prohibida, lo que significa que quienes mueven los hilos del negocio de la droga ganarán más, y tendrán mejores armas para matar y más dinero para sobornar y corromper, de modo que la violencia continuará y las instituciones y gobiernos irán siendo progresivamente corroídos por ese ácido hasta que las democracias se vacíen de contenido y sólo quede de ellas un embeleco falaz.

Porque lo cierto es que el narcotráfico dejó ya de ser hace tiempo un asunto policial. Ahora, por las proporciones que ha alcanzado, las sumas vertiginosas de dinero que maneja, el poder social y político que de ello se deriva, ha pasado a ser un problema esencial del que depende la supervivencia o el desplome de los regímenes democráticos de América Latina.

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