Estos últimos días han pasado por Madrid, agasajados con los fastos de rigor, los dos principales representantes del llamado bloque chavista o eje bolivariano: el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y el de Bolivia, Evo Morales. El primero lo hacía para demostrar que no solo se codea internacionalmente con Teherán, sino que se le recibe en Europa; y el segundo para obtener condonaciones de la deuda, lo que considera obligación de la antigua potencia saqueadora, y, al tiempo, captar votos de los 58.000 compatriotas que La Paz reconoce como electores en las presidenciales del 6 de diciembre. Chávez invocaba, además, la regla no escrita de que todo jefe de Estado de país hispanófono, tiene derecho, aunque sea de rebote por escala aérea, a su ración de Rey.
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América Latina alberga diferentes sensibilidades políticas: una, sosegada, que gusta de Europa y se entiende con Estados Unidos; y otra pendenciera, que no busca pleitos con la UE, pero hace de EE UU su saco de boxeo preferido. Esta última está integrada por Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, con Cuba a lo lejos, y flecos coyunturales desde Argentina al Caribe. Pero incluso del equipo titular hay que hacer notables reservas al hablar de bloque o eje.
Hoy, cuando el líder venezolano parece hallar terreno abonado para explotar la política de la soflama, es cuando las grietas son más evidentes. El gran triunfo de Hugo Chávez es Álvaro Uribe, presidente de Colombia, que es quien define a favor de Caracas el terreno de juego con su reciente ocurrencia de alquilar, ceder, o habilitar siete bases a EE UU. Las bases no importan tanto por lo que son -establecimientos militares que sirven a la bulimia geopolítica de Washington, pero innecesarias para hacer la guerra- como por lo que permiten a Chávez. ¿Qué derecho tiene Occidente de criticar a Caracas por su acercamiento a Moscú, que no entraña implantación extranjera, si Bogotá practica el pensamiento único de complacer por encima de todo a la superpotencia? Pero es en esa coyuntura tan aparentemente favorable al bolivariano, en la que los seguidores de Venezuela han optado si no por rebelarse, sí por mirar para otro lado. En la pasada cumbre de Unasur, en Quito, fue flagrante el desinterés del presidente ecuatoriano Rafael Correa por sentar en la picota a Uribe, con quien, al contrario, quiere recomponer relaciones a poco que Colombia se olvide de que acusó un día a Ecuador de connivencia con las FARC. Y el propio Morales, con su trabajoso manejo del idioma, hacía virtualmente imposible saber a quién apoyaba en la refriega. La irritación de Chávez era tan patente como, por razones opuestas, la del presidente brasileño Lula, quien desearía que no hubiera bases porque complican su apuesta hegemónica en América Latina, tanto como el venezolano se felicitaba de que estuviesen allí.
Aunque haya chavismo, faltan chavistas. El nicaragüense Daniel Ortega no importa por peso pluma de la política latinoamericana, y porque Managua no es ideología sino oportunismo. Morales, que había sido muy disciplinado hasta Unasur, se aparta, sin embargo, de Chávez en que si éste tiene divergencias -graves pero no estructurales- con Occidente, el aimara proclama diferencias abisales de civilización. Su bandera es un no a Occidente -o sea España- aunque la terminología no haya podido ser la misma en Madrid que en La Paz; genocidio es palabra muy fea para decirla a la cara. Y si no hay por qué dudar de la sinceridad de Chávez en su apoyo al indigenismo, el líder boliviano corresponde no usando el nombre del criollo Bolívar en vano. Ambos movimientos son profundamente distintos, pero Correa aún se desmarca más porque ni quiere pelearse con Occidente ni rezar a la Pachamama indígena. El ecuatoriano no persigue una trifulca interminable con Bogotá, porque no aspira como Caracas a revolucionar el continente; su socialismo más que del siglo XXI es la doctrina social de la Iglesia; y ante el indigenismo habla como jacobino que defiende la igualdad de todos ante la ley. Cosa muy distinta es que los recorridos de los tres coincidan tácticamente en la presión y cerco a unos medios de comunicación, que son frontalmente contrarios.
¿Bloque? El término da idea de sólido monolito, unidad de propósito, complementariedad de acción. Pero no cuela. ¿Eje? Aquí bastaría una transversalidad de intereses, perdurable o no. Algo mejora. Cuando los decibelios de Caracas amenazan con su mayor estruendo, el coro desafina. La partitura no es la misma. (Texto de M.A. Bastenier. El País, Madrid, España)
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