“Condenadme, no importa, la Historia me absolverá”. Con esa frase, Fidel Castro cerró su alegato de autodefensa ante el juicio incoado en su contra en 1953 por los asaltos a varios cuarteles militares dirigidos por él el 26 de julio de ese mismo año.
63 años después, el primer efecto de la muerte de Fidel Castro ha sido la inauguración del tan esperado por unos y temido por otros juicio de la historia. Un juicio que no será nada fácil pues en la figura del líder cubano, en sus pensamientos y actos, se concentran las ideas, pasiones, búsquedas y extravíos de varias generaciones. El juicio al que Castro comienza a ser sometido es, pues, también y sobre todo, el juicio a toda una época.
En Latinoamérica, por lo menos tres generaciones de latinoamericanos tendrán que ser parte de ese juicio. Y no sólo como jueces —papel que a estas alturas de la historia puede ser muy cómodo— sino como actores o simples seguidores de las grandes corrientes políticas que se abrieron a partir de la revolución cubana, sea para apoyarla y reproducirla o para combatirla.
Las primeras horas posteriores a la muerte de Castro han sido suficientes para dar una cabal idea de lo que eso significa. Con el mismo apasionamiento con que unos pretenden elevar a Fidel Castro al altar de las divinidades, otros lo condenan sin miramientos y todos esgrimen con firmeza argumentos inspirados en sus respectivas adhesiones ideológicas.
Por ahora, es poco el espacio que queda abierto para el juicio objetivo. Sin embargo, pasada la inevitable euforia inicial, sin duda se irán abriendo paso los datos fríos de la realidad, aquellos que están por encima de los actos de fe. La realidad económica, política y social que queda como saldo de más de medio siglo de castrismo será, en última instancia, la que defina si Fidel Castro merece o no la absolución de la historia.
Al ingresar a ese plano, no es difícil constatar que el balance está muy lejos de lo que Castro y sus seguidores esperaban y ofrecían. En lo económico, es tan rotundo el fracaso del socialismo cubano que no hay atenuantes que valgan. En lo político, Cuba queda como el único país latinoamericano sometido a una dictadura militar que para sostenerse requiere como condición indispensable privar a sus súbditos de las más elementales libertades civiles. Y en lo social, si bien ha logrado preservar e incluso mejorar los excelentes niveles de educación y salud que heredó de los tiempos anteriores a la Revolución, lo hizo a costa de sumir a la población cubana en un muy equitativo nivel de carencias y privaciones, del que sólo se libra la élite gobernante.
De cualquier modo, y más allá la talla mundial que alcanzó Fidel Castro, a nadie corresponde más que al pueblo cubano hacer las evaluaciones y emitir su dictamen. Para ello, es indispensable que, como ocurre en todo el mundo, en Cuba también se produzca un fluido intercambio de opiniones, reflexiones, análisis y comentarios sobre la obra del caudillo y su legado. Algo que por lo menos por ahora está prohibido en ese país, lo que es en sí mismo un elocuente testimonio de la pesada carga que hereda.
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