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jueves, 2 de mayo de 2013

Claudio Ferrufino refleja lo que es "el fantasma del socialismo" apenas unas rastros de lo que fue y no es, del lujo, boato, "bienestar increíble" en que vivió la élite rusa, la cubana, los socialistas privilegiados y que "eran los que mandaban" en el "imperio soviético"

El inicio del “Manifiesto Comunista” es de antología. Está entre los grandes momentos de la palabra escrita. Es literatura. La pregunta, retornando a la realidad, es si ese fantasma del comunismo continúa trashumando la tierra.

Susan Richards, autora inglesa, relata en su notable “Lost and Found in Russia” (Vidas en un panorama post-soviético) que la amiga ruso-alemana que la acogía había conocido (en la URSS) la naranja, el fruto, ya bien entrada en edad. Sucedió que un tren de naranjas del Asia Central que atravesaba esa región del Volga descarriló. La nieve cubría el paisaje y el espectáculo de la avalancha colorida sobre lo blanco chocaba. El cargo se destinaba a la élite del Partido, porque el pueblo de a pie, incluso en una zona que en su tiempo había sido pródiga, y hoy destruida por el poder soviético (para romperle el espinazo a la minoría germana), jamás había conocido, y menos disfrutado, un cítrico.

Disfruté, en Cuba, opíparos desayunos que incluían hormas enteras de roquefort. Cuando hablando con un literato local le sugerí que me parecía indecente que comiésemos así cuando se racionaba a la población, me contó que “cuando estaban los rusos” llegaban delicias de todo el mundo para satisfacer su demanda y hacerles buena la estadía. Hablando de quesos, dijo que un desayuno soviético en la isla contaba al menos con una variedad de siete de ellos. Agarré el cuchillo y esparcí el cremoso color azul del roquefort sobre el pan francés. Al lado había jamones, salchichas, camarones, langostinos, frutas de todo tipo, papas tostadas, sopas, verduras frescas, tres cuatro calidades de pan, galletas, jugos, leche verdadera, café verdadero, té. El aire era ameno. Afuera corría el viento sobre la hermosa bahía de Cienfuegos; afuera, si me alejaba del hotel, de inmediato, pobladores se acercaban y me pedían la camisa, mis zapatos, el lapicero que sobresalía del bolsillo ¿no tiene un chicle para regalarme? No soy desagradecido, que mucho agradezco a la bella Cuba, pero digo lo que vi. Élites y míseros ¿En qué se diferencian entonces izquierda de derecha, unos de otros?

Un pintor venezolano me reclama airado que cómo oso hablar como hablo de su revolución. Reflexiono; a veces es bueno dominar los impulsos de zaherir a las personas, a los tontos para quienes el análisis está más lejos que la luna y que se guían quizá por instintos venales, incluso tal vez ingenuos, ofuscados y ciegos. Lo intento calmar. Sucede que el razonamiento es algo que muchas personas no han encontrado. Difícil que las haga cambiar de posición, si esta, como es el caso, no pasa de espejismo, patología militante, pero que sienten la estocada de la razón no hay duda.

Hay la mala concepción de que América Latina abraza hoy el cenit del pensamiento revolucionario hecho gobierno. A los ilusos de Europa les encanta creerlo, en primer lugar porque no tienen que sufrirlo en carne propia. Y a los nativos, basándose en estadísticas, les subyuga “saber” que forman parte de un proceso altruista. Las cifras muestran que se redujo el número de pobres. Puede ser, y felizmente; la clave está en cómo se disminuyeron, porque la única forma válida debe ser la de proveer fuentes de trabajo. El asistencialismo, la limosna, además de tendenciosos no sirven. Los bonos no educan para el progreso sino para la inercia. Proveer de tal manera es inhabilitar. Crear dependientes, más peligrosos que con adicción cualquiera, para quienes el Estado es padre y Dios, y por quién darán la vida para proteger sus miserables prerrogativas, mientras los jerarcas reciben vagones de naranjas, envíos de roquefort, o se compran hummers, visitan Disneylandia, ostentan relojes y collares de cientos de miles de dólares como lo hace la dinastía Chávez, gracias a la actitud reaccionaria de aquel individuo bocón y cantador que se hacía pasar por comandante del pueblo. Esas son pendejadas, diga lo que diga el pintor.

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