Hace 70 años, Bolivia era el país más atrasado y pobre de las Américas, cuando el mundo festejaba alegremente el triunfo de los aliados europeos, americanos y soviéticos sobre las potencias del eje Berlín-Roma-Tokio, que en esa época representaba el “imperio del mal” de turno. Las pocas agencias noticiosas existentes difundían los horrores cometidos por los vencidos y el heroísmo sin par de los victoriosos. Seis años antes, bolivianos desorientados en bares y cantinas se dividían en acólitos de uno u otro bando del lejano combate europeo. Los incipientes partidos nativos hacían lo propio: piristas (Partido de la Izquierda Revolucionaria, PIR) y movimientistas (Movimiento Nacionalista Revolucionario) se enfrentaban, con análisis de coyuntura correspondientes. Los primeros quedaron en ridículo cuando Hitler se les volvió simpático al pactar con Stalin en Munich; y ante el fracaso del contubernio, su dialéctica resultó irrisoria. Asimismo el antiimperialismo del PIR entró en receso apenas Estados Unidos se plegó a los aliados.
En Cochabamba, aún de muy niños nos interesaba la política, y pegado el oído a la radio, apenas el “ojo mágico” se alumbraba, escuchábamos las últimas noticias, y el 21 de julio de 1946 nos enteramos, aterrados, que una chusma alcoholizada había asesinado a Gualberto Villarroel y colgado en un farol su sanguinolento cadáver. Los cordeles, el alcohol y los agitadores fueron provistos por la “rosca” minero-feudal, a través de sus operadores camuflados en un risueño Frente Democrático Antifascista, y el comité tripartito de supuestos maestros, universitarios y obreros, promotores de huelgas inmotivadas y de revueltas callejeras.
La historia no tardó en desenmascarar esa asonada, y en 1952 elevó al nivel de héroe nacional al presidente mártir, quien fue inmolado antes de cumplir 38 años. Villarroel fue el fundador de la logia Razón de Patria (Radepa), compuesta por jóvenes oficiales inquietos por el porvenir del país y no por suscribir acelerados contratos para recibir las comisiones habituales (como ahora). Ellos fueron militares de honor y de valor. Ese colectivo armado se nutrió de la teoría nacionalista y anticolonialista pregonada por Carlos Montenegro, Augusto Céspedes y Víctor Paz Estenssoro, para intentar en escasos tres años recuperar a Bolivia de la opresión de la gran minería, evasora de impuestos y masacradora de obreros; organizar el primer congreso indígena e instaurar una política externa independiente. Radepa también desafió a los imperios vencedores y a sus epígonos criollos que fraguaron, ya en 1944, documentación denunciando un imaginario putch nazi estimulado por la embajada alemana. La disuasión de la intriga provocó reacciones exageradas entre los mandos radepistas, que ordenaron el fusilamiento de algunos opositores al régimen. Esa medida, indudablemente desafortunada, sirvió para descalificar a Villarroel y a sus amigos, e inventar un catálogo de atrocidades inexistentes con el propósito de inseminar en el pueblo un sentimiento de odio hacia el Gobierno.
La pequeña historia registra muchos episodios acerca de los dramáticos momentos que culminaron con la muerte de Villarroel: la traición de José Celestino Pinto, ministro de Defensa; la indefectible lealtad de su edecán, Waldo Ballivián, quien junto al secretario privado Luis Uría de la Oliva también terminaron ahorcados junto al presidente. Por último, la terquedad de Villarroel de resistirse a abandonar el Palacio Quemado, manifestando su honda decepción por la incomprensión popular.
En 1958, 12 años más tarde, entable diálogo en Londres y Bruselas con Alberto Trujillo de la Barra, principal dirigente tripartito en la toma del Palacio, y con toda sinceridad me confirmó los detalles estratégicos que señalo más arriba, reconociendo la astuta manipulación foránea en aquella tragedia y la sinuosa conducta del PIR que terminó por coaligarse con gobiernos oligárquicos y dictaduras militares. Triste destino de quienes ligan su ejecutoria nacional a controles remotos que tienen ambiciones ajenas al interés nacional.
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