Jamás habría de imaginar el mayor Oscar Moscoso, aquella mañana de junio de 1932, que sus deportivos disparos a los patos que sobrevolaban la laguna Pitiantuta iban a dar inicio oficial a la Guerra del Chaco. En ese junio inaudito, que bien se pudo evitar varias veces y desde años anteriores, nuestro país se jugó la vida sin necesidad con el resultado de terror de miles de soldados muertos. No sólo eso: también la pérdida total del territorio que se pudo consolidar en las mesas perfumadas y coquetas de la diplomacia, y sin un solo tiro. Lo que sucedió fue una obra típica imputable al diablo y a cuanto conductor civil se tuvo hasta entonces.
La laguna Pitiantuta era un milagro cierto en pleno centro del Chaco Boreal considerado, hasta ese entonces, el desierto vegetal más grande del mundo y, con absoluta seguridad, el más bello. En un espacio de trescientos mil kilómetros encajonados entre los ríos de agua permanente, Pilcomayo y Paraguay, los matorrales sucios, espinosos y retorcidos, los bancos de arena caliente, los árboles plomos, barrigones e indigestados, se mostraban ante los ojos bolivianos y paraguayos como un territorio a conquistar por muy diferentes y vitales razones: los bolivianos para salir al Atlántico después de la pérdida del Pacífico, y los paraguayos para tener un hábitat mínimo y respirar así a pulmón lleno y con tranquilidad cada mañana al despertar. Para ese fin, ya en el siglo XVIII se dieron a la pavorosa tarea de construir fortines de palitos, de un río al otro, unidos por picadas logradas a fuerza de machetazo limpio. Esa tarea inútil duró décadas y provocó encontronazos de patrullas que la memoria prefiere olvidar. Nada de eso, sin embargo, era la guerra misma.
Buscando por cielo y tierra al capitán Víctor Ustáriz, el explorador principal de nuestro ejército, los mayores Jorge Jordán y Oscar Moscoso, piloto y observador de un simpático avión de la fuerza aérea, descubrieron la laguna que los paraguayos ya habían descubierto unos meses antes a través de su general ruso Juan Belaieff y los indígenas chacamocos. Fue la noticia detonante para toda la desgracia que luego nos llegó. A partir de ese dato, la toma de la laguna pasó a ser esencial para evitar la guerra y lograr que los países neutrales dividieran salomónicamente la región tomando en cuenta las posiciones ocupadas por ambos países. Al mismo tiempo, si la guerra se daba, la laguna era el agua esencial, tanto o más importante que las balas. El Gobierno boliviano ordenó que se apresurara el trámite.
Todo lo que se sabe indica con certeza que el mayor Oscar Moscoso, tío de Alvarito, realizó cuanto esfuerzo le era posible para no ejecutar esa orden insólita que rezaba la toma de la laguna pero sin matar a nadie. El mayor, persuadido de que los paraguayos sabrían defender esa posición, se hizo esperar mientras razonaba sesudo en el fortín Muñoz, o se enfermaba de la vesícula y viajaba a la fría La Paz a que se la extirparan con anestesia, o se concentraba en el fortín Camacho entrenando a los soldados aymaras y quechuas y esperaba, rogando al cielo, que el tiempo hiciera comprender a los soberbios civiles vestidos de gris que entre los militares de dos países se dialoga siempre a balazos. Pero la orden fue reiterada bajo amenaza de corte marcial y paredón si no se la ejecutaba. Veinte días después, cruzando el monte y dejando la carne en los espinos, se posesionaron en una ribera fangosa de la laguna y pronto tomaron la cabaña de la patrulla paraguaya para hacer creer al mundo que ellos habían llegado primero. Para lograr que el asunto sea cierto, le cambiaron el nombre de Pitiantuta por Chuquisaca, pero igual nadie se los creyó. El resultado de esa acción fue el atroz inicio de la guerra misma que duró tres años con ocho días de infierno real.
Los paraguayos retomaron la laguna a fuerza de garra y mortero, que fue el arma que los europeos probaron en nuestra guerra. Luego, como bien nos gusta recordar en la mesa, sobrevino una de las batallas más épicas de la humanidad: Boquerón. A partir de ese momento se puede afirmar que todo fue un retroceso permanente, abandono de fortines quemados, material de guerra, muertos, hasta que se armó la última línea de resistencia en la bella y sin igual Villamontes donde esta desgracia por fin terminó.
En junio de 2010, en compañía de un buen primo, yo crucé el Chaco de la guerra en busca de la laguna Pitiantuta. Visitamos Boquerón, Toledo y Corrales, vimos el letrero de Isla Poí, que de antiguo cuartel pasó a ser un mercado, pero jamás hallamos la laguna de nuestras pesadillas porque se había reducido al simple tamaño de una k’ocha al interior de una hacienda menonita. Quedamos desconcertados y tristes al saber esa verdad. El Chaco Boreal se nos presentaba como un laberinto de caminos de tierra y espinos, deshabitado en extremo, con la pequeña ciudad de Filadelfia llena de estos alemanes que, a diferencia de los de Santa Cruz, administran gasolineras y manejan camionetas Mercedes Benz doble cabina y hasta saludan a los turistas como nosotros en clara actitud moderna.
Han pasado ochenta y dos años desde entonces. Los paraguayos, que contrariamente a la afirmación de las actas que hablan de empate, ganaron la guerra, tuvieron que vivir la euforia de sus militares por cerca a cuarenta años. Nosotros, que la perdimos, generamos una revolución y algo bastante parecido a una ideología que supo llamarse nacionalismo revolucionario. Así que es muy importante relativizar los triunfos y las derrotas en este o en cualquier otro campo. Pese a nuestras luces y sombras, nuestra sociedad se democratiza y tenemos gobernando a un nieto de la revolución. Con esto quiero decir que, en la Guerra del Chaco, además de balas y cañonazos, se dispararon también las conciencias rumbo a un futuro mejor.
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