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sábado, 25 de julio de 2009

sabroso artículo de Zaratti referido al capellán del Palacio y sin nombrarlo a Xavier Albó inventor de la oración "madre nuestra"

En las cortes de las monarquías europeas solía haber la figura del capellán, consagrado al cuidado de las almas de la familia real. En particular, cumplía la función de confesor de los monarcas, tarea cuya objetividad debió ser tan dudosa como la de un gato despensero a cargo de la Contraloría. De hecho, el capellán vivía, comía y se vestía por obra y gracia de sus anfitriones, casi la misma situación que vivió YPFB bajo las petroleras después de su capitalización.

La presencia de sacerdotes en las cortes es tan antigua como la civilización: al comienzo cumplían funciones múltiples, desde asesor y consejero hasta adivino, adulador, confidente, lingüista y psicoanalista. Conocían la ciencia de su tiempo, especialmente los trucos, trampas e ilusionismos que hacían gritar “¡milagro!” a la plebe sometida a su poder. Usaban, qué casualidad, ritos y oraciones para adormilar conciencias, como hace poco acusaba una autoridad, citando a un alemán del siglo decimonono que confundió la cándida oración con la blanca inhalación. Pero, sobre todo, guardaban celosamente los preciosos secretos del conocimiento, como hacen hoy los “servidores públicos” Óscar Coca y Carlos Villegas, cuando ocultan los contratos de compra de acciones petroleras, violando, en este caso, hasta normas expresas de transparencia. En fin, todos unos personajes, indispensables para dar seguridad y legitimidad al soberano. Los hay también hoy, con otros nombres, en todas las cortes, monárquicas, republicanas y plurinacionales, modernas o nostálgicas del medioevo.

Pero nadie más que el capellán podía confesar y perdonar al rey. Si, por ejemplo, las tropas del rey se excedían después de una batalla o en el trato a los conspiradores, ahí estaba el capellán para consolar y justificar —argumentos nunca faltan— al soberano. Si miembros del partido de la monarquía aplicaban sobre tablas “su” justicia sobre las cabezas y espaldas de sus adversarios, ahí estaba el capellán para minimizar el hecho (al fin la carne y sus dolores nada valen, el espíritu cuenta), escarbar en los pecados del ajusticiado y dar loas a la superioridad de la justicia de la turba sobre la ley y los derechos de la persona, creada a imagen de Dios (la persona, no la turba). Si otra turba atacaba y quemaba la casa de un opositor de la “Carta Magna” propiciada por el rey, el capellán se encargaba de que la conciencia de su señor quedara tranquila: total, mucho peor que al provocador les fue a las brujas que, en toda parte de la cristiandad, empeoraron el calentamiento global sin tener el privilegio de quejarse ante la prensa.

Si de sincretismo se trata, para dominar a las pluriculturas del reino, no se queda atrás el capellán. Su teología “ad usum delphini” le permite hasta “cambiar” (¿sobre qué bases bíblicas?) la oración del Padre Nuestro (ahora “madre nuestra”). De hecho, en las broncas del rey contra la jerarquía eclesial, ayer por asuntos de concubinas, hoy por los derechos de los súbditos, el capellán sabe de qué parte estar, porque todos los capellanes cobran por sus servicios: los más, pan, pero algunos, la vanidad de ser celebrados por el poder. En fin, ¡no sólo de pan vive el hombre!

*Francesco Zaratti
es físico.

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