El deber de la memoria
Susana Seleme Antelo
Inmerso en el tejido social diverso y complejo de la sociedad boliviana del último tercio del siglo XX, narrado en primera persona por Camila, la curiosa protagonista ya desde el siglo XXI, “Mamá, cuéntame otra vez”, es un libro amable.
Esta última novela de Amalia Decker es, además, una lección de historia narrada con amor, sabor, dolor y muchas horas de escarbar documentos, datos y sobre todo recuerdos que maldormían en las mentes de otras protagonistas de ficción, pero de anclaje real.
¿ Es “Mamá, cuéntame otra vez” una novela histórica? Puede decirse que sí, porque desde la ficción ha plasmado verdades subjetivas, que revelan las escondidas verdades objetivas de los hechos, incluidos los letales equívocos. Es una historia que marcó el devenir sociopolítico de la entonces República de Bolivia y muchos países de la región: la lucha armada.
Y es, también un libro de amor: amor materno, filial, paterno, amor de amar sin concesiones y amor erótico, también amor solidario y amor político a rajatabla. Con suspensos y rupturas del tiempo lineal en distintos escenarios y en distintas épocas, siempre con talante femenino, “Mamá: cuéntame otra vez”, desgrana confesiones, a la vez amorosas y entrañables, frente a otras desgarradoras y horribles.
En el transcurso de dos generaciones, Amalia cruza y entrecruza esas confesiones, como “pesados bultos que cargamos”, dice, surgidos al calor de la Revolución Cubana y su incursión-expansión en Bolivia.
Leyendo a Amalia, volví a ver “las entrañas de una generación”, como la califica ella. Miré ese pasado tan cercano, a pesar del tiempo y de la vida y , una vez más, me confronté a las dos caras de la naturaleza humana, con su canalla a cuestas y, al mismo tiempo, a sentimientos y a ideales superiores. “Mamá: cuéntame otra vez”, desnuda esas dos caras, sin piedad, la una; con amor la otra.
Me dejó el sabor de un “déja vu”, urdido desde el Caribe con las tácticas y las estrategias para la lucha armada; desde Europa, donde tejíamos los hilos de la retaguardia que nunca pudo ser, y desde Bolivia, donde se gestaba la guerrilla de Inti, que tampoco nunca fue, pues murió asesinado, aunque hubo otra: Teoponte.
Esta novela me ha confrontado, además, a la condición humana, como acción comunicativa, sin la cual no es posible la vida política, siguiendo a Hannah Arendt. Es decir el diálogo con los “otros”, “la otredad” de la que habían hablado Antonio Machado y Octavio Paz, que recibió el Premio Nobel hace 25 años.
Lo que se vivió en la época que narra Amalia en clave de ficcion histórica, la pasada y la actual, es eminentemente política. Y aquí me permito una aclaración necesaria: yo soy producto de la Revolución Cubana, como mucha juventud de los años 60 y 70 que nos enamoramos no tanto de los barbudos que bajaron de la Sierra Maestra, ni del Che, sino de las ideas de justicia y libertad que encarnaba toda revolución, como hazaña de la historia.
En aquellos años, junto a la Revolución Cubana, la historia rugía con la guerra en Vietnam, rugían las luchas anticoloniales en África, contra el imperialismo, al que odiábamos con frenesí, como a las dictaduras en Centro y Sud América. Y rugía la batalla por la liberación de la mujer y el feminismo como posición política, más allá de las diferencias; rugía el descubrimiento liberador de la píldora anticonceptiva, la redentora minifalda, los revolucionarios Beatles, y también rugía la rebelión de mayo del 68, con sus barricadas y puño izquierdo en alto, contra la dominacSita, ado califica e que dice no es polituca, ión burguesa adormecida e impávida, por citar algunas de las ideas e ideales que asumimos y defendimos como únicas.
Al ser únicas, eran acríticas y sin derecho a réplica, pese a que leíamos y releíamos las leyes de la dialéctica, expresada en la aun no superada frase de Carlos Marx, en la “Contribución a la crítica de la economía política”: “lo concreto es concreto porque es síntesis de múltiples determinaciones, unidad de lo diverso”.
Queríamos igualdad y libertad. Queríamos “tomar el cielo por asalto”, como los “comuneros” de Paris, y estudiábamos marxismo-leninismo con ahínco, como la herramienta explicativa para ‘cambiar el mundo’. No pensábamos que al desechar las múltiples determinaciones de la diversidad y la acción comunicativa, estábamos incubando nuestra propia derrota, porque la violencia y su justificación constituían su limitación política, intelectual, social y ética.
Entre otras razones, por eso la historia nos pasó por encima con su secuela de muertos tan queridos en vida. Como Maya, a quien recuerdo como “la andina y dulce Rita de junco y capulí” de César Vallejo, que leíamos entre Berlín Occidental, donde yo vivía en la época de la Alemania divida, y Leipzig, del otro lado del muro, donde ella empezó a estudiar etnología. Por ser extranjeras, cruzábamos muro, sin más tropiezos que la espeluznante maquinaria estalinista en el Checkpoint Charlie, que separaba los dos Berlines. Rita-Maya no dejó de ser poeta y artista, con dejos venezolanos, desde donde había llegado. Siempre amante-amada, fue en su Cochabamba natal, donde prefirió morir de un tiro, ya convertida en guerrillera herida, antes que caer en manos del enemigo. Era la consigna y la cumplió. Amalia recuerda esos hechos con estremecedora fidelidad.
Y al final, no hubo revolución, ni igualdad, ni libertad y la clase obrera no fue vanguardia de nada ni de nadie. Queda una sensación de equívocos, entre otras realidades y la obligación ética de volver a esa historia pasada con mirada crítica, pero nunca desamorada. Así lo hace Amalia, por eso digo que “Mamá: cuéntame otra vez”, es una novela amable, que cuenta las rebeldías, las angustias, las pasiones y los errores de la generación anterior a la democracia, que años más tarde también contribuyó a recuperar.
Y es un deber de la memoria, deber que Amalia cumple en su novela, recordar a los muertos y a los vivos de esos tiempos. Los últimos, como los sobrevivientes de la derrota personal y colectiva, algunos lúcidos para reconocer errores. Y también denunciar la persecución feroz y las torturas de las que fueron víctimas quienes militaban en la izquierda, en los partidos comunistas, las guerrillas y sus tantos afines.
La comprensión de ese pasado significa examinar las sombras y las luces que lo sustentan, como un ejercicio político para impedir que nos deshereden de ese pasado. Fue, existió, estuvimos ahí y aquí estamos, sin más armas que la memoria, con las mismas ubérrimas ganas de libertad e igualdad, hoy en democracia, aunque ande coja. Desconocer o borrar la historia de ese tiempo y de otros, es atentar contra nuestra condición política, como vocación permanente. Condición propia de quienes vivimos en sociedades organizadas, cuyo sentido no es otro que la acción comunicativa de la que hablaba Hannah Arendt.
Y hago una explicación a mi referencia tan común ella. Fue en mi criterio, una de las más brillantes filósofas y teórica política del siglo XX, pues tuvo la valentía de poner al mismo nivel a los dos totalitarismos del siglo pasado, el estalinista y el nazista. Además desnudó el carácter violento de las revoluciones, pues el deseo de liberar no coincide con la libertad. Aquella que implica la interacción entre los diversos, con o sin partidos, que nunca dejará de ser una condición-acción política contra la tiranía de cualquier pelaje, la que oprime y reprime el pensamiento crítico, los derechos humanos y civiles.
Es un deber recordar y masticar la memoria de todos los pasados, aquellos desde donde venimos, y a través de los cuales se tejieron los complejos hilos de la historia, la memoria y la democracia en Bolivia, que contribuimos a forjar, hoy maltratadas por la soberbia autoritaria.
Como yo, como mucha otra gente de esa generación, pasó de la “lucha armada” a la “lucha por la democracia” gracias al Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) que se dio cuenta, mucho antes que otros, aunque pocos lo reconozcan, que el camino de la verdadera revolución era la lucha por recuperar la democracia. La concebimos no solo como método para ir a votar cada cierto tiempo, sino como condición social en libertad e igualdad sin exclusiones.
Aparte de las historias contadas en “Mamá: cuéntame otra vez”, hay otras nunca contadas. Eran parte de la compartimentación, que a mucha gente nos salvó la vida aquí y en otras latitudes. Eso explica en parte ‘los silencios’ que Amalia dio luz en su novela. Y los cuenta con recursos literarios, como matizar el suspenso de las confesiones, con recetas de cocina hechas en un santiamén y además ricas, que dan un alivio la tensión narrativa.
Sus platos me gustaron tanto, como sus paseos por La Paz o por Paris. Pero ¡cómo me emocionaron los diálogos en la forma y en el contenido tan fielmente cubanos, y los paseos de la protagonista y sus amigas por La Habana! ¡Qué ciudad, esa ciudad! Viva o cubierta por el velo de la nostalgia, o por el derrumbe del paso del tiempo, es una de mis múltiples identidades: las del alma, la mente y el intelecto, el cuerpo y los sentidos.
Querida Amalia, amigos-amigas, los personaje ficticios de “Mamá: cuéntame otra vez”, fueron reales. De ahí que esta novela, es nomás una lección de historia novelada. Desde adentro y hoy desde afuera, confieso que nada me pesa. Ni siquiera los silencios, guardados durante tantos años, que solo hace unos días nos “contamos” Amalia y yo, tantos años después. Y por eso me solacé con su novela, a pesar del duelo, que ya es parte de nuestras vidas, duelo que no impide nuestra realización feliz, en la medida de lo posible, y porque tiene tareas pendientes: la causa de la libertad en un Estado democrático como afirmación irremplazable.
Y como sigue habiendo “mucho que defender”, según decía Octavio Paz, el libro de Amalia, es un buen ejercicio político para defender esa parte de la historia de Bolivia, que buscó la liberación de la opresión vía la lucha armada. No era ese el camino, pero no lo sabíamos, entonces. Lo sabemos hoy, porque ni la violencia ni el ‘cambio per se’, pueden dar origen a un nuevo orden donde se respeten las libertades humanas básicas. Un orden donde no nos obliguen a la distinción entre ‘violencia progresista y violencia represiva’ como si no fueran la misma canalla, o entre ‘libertades capitalistas y libertades socialistas’.
Las mujeres de “Mamá: cuéntame otra vez” lo tienen muy claro. Los hombres también.
Gracias Amalia por el esfuerzo que coronan las 485 páginas de “Mamá: cuéntame otra vez. Una amable novela, en la que el amor emana de todas sus páginas.
Gracias Amalia por preservar el deber de la memoria.
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