El 20 de octubre de 1904, Alberto Gutiérrez embajador de Bolivia en Chile, estampaba a nombre de la nación boliviana debajo del texto del “Tratado de Paz y Amistad” entre Chile y Bolivia, la firma más dramática de todas las que se hayan rubricado en la historia de la República. Meses después, el 10 de mayo de 1905, el Congreso ratificó ese documento tras un debate intenso, áspero y amargo, en el que no sólo los parlamentarios opositores sino muchos del Partido Liberal en el Gobierno, hicieron lo que en sus manos estuvo para impedir la consumación de un hecho de incalculables consecuencias para el país.
La firma del Tratado y las razones esgrimidas por quienes lo respaldaron, los llamados “practicistas”, puede explicarse pero nunca justificarse. La evidencia de un territorio físicamente en poder del enemigo y fuertemente militarizado, se sumaba a la percepción de los gobernantes bolivianos de que era una página que debía cerrarse. Para hacerlo, líderes de la dimensión de Pando y Montes no consideraron el antecedente más importante que tenía a mano, los tratados de 1895. En ese año se había suscrito un tratado en el que la compensación por la cesión de nuestro territorio marítimo era algo más que el plato de lentejas que se recibió en 1904. Era el Tratado de Transferencia de Territorio de 18 de mayo de 1895, en el que se acordó: “de acuerdo en que una necesidad superior y el futuro desarrollo y prosperidad comercial de Bolivia requieren su libre y natural acceso al mar, han determinado (Chile y Bolivia) ajustar un Tratado especial sobre transferencia de territorio”. No había equívocos. El tratado establecía opciones, sean estas Tacna o Arica (entonces con soberanía todavía no resuelta entre Chile y Perú), o de no ser posible, la caleta Vítor.
El malhadado Tratado, en cambio, entregó 120.000 km2 de superficie, 400 km lineales de costa, riquezas de guano, salitre y plata e ingentes riquezas de cobre, el principal rubro de exportaciones de Chile hasta hoy (que ha recibido más de 950.000 millones de dólares –no indexados– por sus exportaciones en un siglo). ¿Y cuál fue la contrapartida? Libre tránsito por puertos chilenos, la construcción de un ferrocarril (Arica-La Paz), el 5 por ciento de garantía sobre capitales para la eventual construcción de líneas férreas en los siguientes 30 años y 300. 000 libras esterlinas. ¡Menudo negocio!
Fue una decisión desastrosa basada en una lectura inmediatista y de presente que encegueció a nuestros gobernantes. Tuvo que ver con la combinación de la obsesión “modernizadora” y la necesidad de las elites de hacer más eficiente el proceso de producción y exportación de nuestras riquezas minerales a través de esa deidad del progreso que era el ferrocarril. No está de más recordar también la presencia entonces de importantes empresas chilenas en la minería boliviana. El Tratado fue un baldón, un error histórico que ningún boliviano, por mucha voluntad de apertura mental que tenga, puede ni debe justificar. Pero el Tratado fue, ahí está y es lo que es.
Bolivia, no Chile, ha cumplido rigurosa y escrupulosamente sus terribles páginas honrando su fe como Estado para hacer honor a la idea de un acuerdo de paz y no de amistad, porque no puede honrar la amistad de nadie un documento cuya consecuencia es el enclaustramiento de una nación que vio la vida independiente con acceso soberano al mar.
Pero el Tratado es historia, es una página pasada. Los años que nos separan de él nos han permitido entender que la mirada de futuro no puede anclarse en 1904, sino por el contrario en la filosofía que Bolivia y Chile formularon a partir de la sabiduría de Daniel Sánchez Bustamante, quien en 1910 comprendió que había que proponer a Chile negociar una salida soberana a Bolivia sin tocar el Tratado. Esa lógica fue comprendida por varios gobernantes chilenos que fueron conscientes de que las relaciones entre ambos países no recuperarían su plenitud si no se le entregaba un acceso soberano a nuestro país.
Durante décadas hombres de Estado de nuestro vecino ofrecieron formalmente esa salida con la certeza de que cualquier negociación y cualquier solución al problema debían plantearse y desarrollarse fuera del Tratado y sin tocar ninguna de sus cláusulas. Por eso, si hay algo que recordar de tan infausto documento, no es el dogal que significó, sino todo aquello que se hizo -y bien hecho- entre 1910 y 1983, cuando ambas naciones estudiaron caminos alternativos para resolver el meollo de la cuestión. Lo que de esas promesas unilaterales y negociaciones bilaterales quedó como sedimento es una rica jurisprudencia que hoy, quienes gobiernan Chile, pretenden esconder debajo de la alfombra. Los reiterados compromisos de un Estado no pueden ser olvidados en ningún Gobierno y menos en un Gobierno progresista y democrático. La palabra de los gobernantes de un país compromete al Estado en cualquier tiempo hasta que esa palabra sea honrada.
El autor fue Presidente de la República.
http://carlosdmesa.com/
Twitter: @carlosdmesag
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