La última vez que la denominada “clase política” accedió al debate fue en el 2002, cuando ya se anticipaba la decadencia de la dirigencia tradicional y el ascenso del candidato Evo Morales, que, en aquellos tiempos acudía a todos lados a debatir, incluso con deslucidos personajes, con tal de ganar popularidad.
El debate se produjo porque los políticos no sabían hacia dónde conducir el país y sobre todo porque no tenían con qué, pues todavía no se avizoraba la impresionante bonanza de precios y de ingresos, que más tarde alentó a los populistas a encaramarse en el poder, porque cuando hay plata de sobra, cualquiera puede gobernar y cualquier política resulta “exitosa”.
Eran tiempos de intenso debate social sobre la base de tres puntos importantes: qué hacer con los hidrocarburos y los recursos provenientes de su explotación; cómo reconfigurar políticamente la nación ante el agotamiento del modelo centralista y presidencialista y el surgimiento de la propuesta autonómica y en tercer lugar, cómo transformar al Estado para darle un sentido de servicio a la población y rescatarlo de manos de grupos que secuestraron la democracia.
Un año más tarde se conoció el resultado de ese debate público y la gente votó porque el gas se industrialice y sea recuperado a favor de los bolivianos; para que la autonomía reemplace al centralismo secante y retrógrado y para que la política deje de ser el botín de los caudillos de turno, prebendalistas, derrochadores y corruptos.
Ninguno de esos compromisos se ha cumplido, pues ni una molécula de gas se vende con valor agregado y la energía fluye sin falta hacia los mercados externos, mientras que los bolivianos deben esperar los sobrantes que retacea YPFB; la autonomía es un completo engaño y el régimen incentiva el centralismo, mientras que los políticos se concentran en la reproducción del poder con intenciones de eternizarse en sus cargos y para ello ejecutan una estrategia insana de derroche y clientelismo nunca antes visto en Bolivia.
La dirigencia nacional nunca ha sido proclive al debate y por eso el país ha cambiado muy poco desde que fue colonia. Los mandamases no tienen para qué debatir en un contexto en el que reina el monopolio de los recursos y el poder; en un país monoproductor y con una concentración de las decisiones que impide el funcionamiento real de la democracia.
Y menos se puede dar la opción del debate ahora, cuando las autoridades tienen los bolsillos llenos y cuando el poder les sobra para tomar las decisiones sin consultar a nadie, haciendo alarde de la clásica soberbia del político criollo, siempre predispuesto a refundar, a inventar hasta lo más elemental y destruir todo lo que hizo el anterior.
Pero no porque los políticos no debatan entre ellos, quiere decir que la sociedad no esté hablando y comunicándose, a pesar de que ya son pocos los medios tradicionales al servicio de la gente para el debate público. La gente racional está discutiendo en las redes sociales, ya no aguanta la corrupción y la impunidad; está hastiada del narcotráfico y sus poderosos cómplices y está desilusionada por la falsedad del discurso ecologista e indigenista que tanto enarbolan los gobernantes. Todos hablan de eso, como lo hicieron en octubre del 2011 con la fallida elección de magistrados en la que el veredicto popular de rechazo fue contundente.
El debate se produjo porque los políticos no sabían hacia dónde conducir el país y sobre todo porque no tenían con qué, pues todavía no se avizoraba la impresionante bonanza de precios y de ingresos, que más tarde alentó a los populistas a encaramarse en el poder, porque cuando hay plata de sobra, cualquiera puede gobernar y cualquier política resulta “exitosa”.
Eran tiempos de intenso debate social sobre la base de tres puntos importantes: qué hacer con los hidrocarburos y los recursos provenientes de su explotación; cómo reconfigurar políticamente la nación ante el agotamiento del modelo centralista y presidencialista y el surgimiento de la propuesta autonómica y en tercer lugar, cómo transformar al Estado para darle un sentido de servicio a la población y rescatarlo de manos de grupos que secuestraron la democracia.
Un año más tarde se conoció el resultado de ese debate público y la gente votó porque el gas se industrialice y sea recuperado a favor de los bolivianos; para que la autonomía reemplace al centralismo secante y retrógrado y para que la política deje de ser el botín de los caudillos de turno, prebendalistas, derrochadores y corruptos.
Ninguno de esos compromisos se ha cumplido, pues ni una molécula de gas se vende con valor agregado y la energía fluye sin falta hacia los mercados externos, mientras que los bolivianos deben esperar los sobrantes que retacea YPFB; la autonomía es un completo engaño y el régimen incentiva el centralismo, mientras que los políticos se concentran en la reproducción del poder con intenciones de eternizarse en sus cargos y para ello ejecutan una estrategia insana de derroche y clientelismo nunca antes visto en Bolivia.
La dirigencia nacional nunca ha sido proclive al debate y por eso el país ha cambiado muy poco desde que fue colonia. Los mandamases no tienen para qué debatir en un contexto en el que reina el monopolio de los recursos y el poder; en un país monoproductor y con una concentración de las decisiones que impide el funcionamiento real de la democracia.
Y menos se puede dar la opción del debate ahora, cuando las autoridades tienen los bolsillos llenos y cuando el poder les sobra para tomar las decisiones sin consultar a nadie, haciendo alarde de la clásica soberbia del político criollo, siempre predispuesto a refundar, a inventar hasta lo más elemental y destruir todo lo que hizo el anterior.
Pero no porque los políticos no debatan entre ellos, quiere decir que la sociedad no esté hablando y comunicándose, a pesar de que ya son pocos los medios tradicionales al servicio de la gente para el debate público. La gente racional está discutiendo en las redes sociales, ya no aguanta la corrupción y la impunidad; está hastiada del narcotráfico y sus poderosos cómplices y está desilusionada por la falsedad del discurso ecologista e indigenista que tanto enarbolan los gobernantes. Todos hablan de eso, como lo hicieron en octubre del 2011 con la fallida elección de magistrados en la que el veredicto popular de rechazo fue contundente.
La dirigencia nacional nunca ha sido proclive al debate y por eso el país ha cambiado muy poco desde que fue colonia. Los mandamases no tienen para qué debatir en un contexto en el que reina el monopolio de los recursos y el poder; en un país monoproductor y con una concentración de las decisiones que impide el funcionamiento real de la democracia.
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