Como incluso en el oficialismo ya es lícito comparar a Evo con René Barrientos o Jaime Paz (no precisamente las cotas más altas de la historia patria), encajaría bien extender esas analogías.
Por ejemplo, no sólo a cómo otros se reeligieron o habilitaron, sino también a los modos de fracasar en el intento.
Nadie se ocupa en el Gobierno de los riesgos de perdurar en el poder cuanto sea posible. Al contrario, los fieles defienden a cuchillo la sed de mando eterno. Pero la apuesta por la repetida reelección no considera el precio a pagar. Como si un paso así, contra natura en nuestra historia, se impusiera sin costos.
Al idealizar la reelección, en el oficialismo predomina un infantilismo parejo a ese infantilismo opositor renacido, si bien minoritario aún. Para éste, enfrentar mejor al MAS depende de cuán fieramente se frunce el ceño, refugiándose en el talante que llevó al referendo revocatorio o a la debacle de 2008. Mientras, el infantilismo masista se abstrae de cuánta energía, cuánta legitimidad invertirá en forzar la candidatura de Evo. Inclusive contra las dudas de su antiguo electorado, que aprueba su gestión en porcentajes cercanos a los que desaprueban la reelección.
Ese infantilismo impide, además, que las derivaciones de esa decisión se discutan abiertamente, porque los escépticos serían acusados de traidores. En el MAS se exige ver sólo virtudes a la reelección; sus desventajas deben callarse, airearlas implica perder el favor del poder. Es el escenario ideal de una medida peligrosa, pensada a falta de otro candidato, más para eludir la disputa interna y para agradar al Presidente.
El capital político que el MAS tira a la canaleta por la reelección incluye su ruptura con las clases medias urbanas. Cierto que éstas andan encerradas en sí mismas. Y son incapaces -por ahora- de enlazar su descontento antidespótico con las creencias igualitarias, morales y aspiracionales de los votantes del MAS, para desarmar la coalición social de ese partido. Pero eso no es definitivo: la importancia de los estratos medios nunca ha sido trivial. Para empezar, son forjadores de opinión. Afianza el autoengaño del MAS creer que esa voz cada vez más inflamada será aplacada por el Estado o por un aparato mediático dócil, sin intelectuales autónomos, convencidos del programa reeleccionista.
Una pregunta básica que el Gobierno debería contestarse es en qué condiciones dejará el poder.
Porque el voluntarismo suena bien a la hinchada, pero esperar que Evo vaya a cumplir en Bolivia el principio fidelista del régimen vitalicio es ignorar las lecciones de la historia nacional y los síntomas de cansancio que se perciben.
De hecho, no pasa inadvertido que el MAS concediera a la opinión pública la exclusión, de su primera línea visible, de una figura poderosa y detestada como JRQ. Es como si se admitiera que los efectos simbólicos del evismo son ya insuficientes para lavar toda mala apariencia oficial.
Basta imaginar el actual periodo constitucional sin la interferencia que la reelección introduce en el sistema político, para notar los traspiés que el MAS se hubiera ahorrado, comenzando por el autogol del referendo del 21 de febrero de 2016.
En términos políticos, es probable que Evo se habilite para candidatear, pero no lo hará sin mella. Su resistida reelección concederá un carácter plebiscitario a las elecciones de 2019. Si Evo tuviera gasolina suficiente para ganarlas, habrá no obstante consumido parte de su legitimidad en esa faena.
Y no se divisan nuevas fuentes de revitalización de la hegemonía masista, cuando hasta el Presidente atina únicamente a hablar, con autobombo, de cifras o de su pasado, porque los logros del presente son enjutos. Por ejemplo, transitar de la bandera de reparación a los indígenas, al bombardeo de nubes para que llueva, indica la anemia argumental en que el relato oficial se debate.
Que nadie en el MAS se detenga a evaluar esto en público es otra expresión de que voluntarismo y obediencia han tomado el lugar de la cabeza. Justo como cuando se está por fracasar.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.
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