Ciento cincuenta años después de su muerte, imagino la voz de Andrés Santa Cruz Calahumana, más allá del tiempo...
“Siempre tuve nostalgia del lago. Mi madre Juana Basilia nunca pudo separarse de la sombra de sus aguas. Por ella supe todo lo que su profundo azul había representado cuando nací de su entraña india. Pertenecía a la nobleza, hija de caciques cuya estirpe se hunde en un pasado teñido por el Titicaca. Me hablaba en aymara y eso a mi padre Josep Santa Cruz, criollo de Huamanga, no le gustaba demasiado, aunque me dejaba escucharla en su regazo. Pero mi padre marcó muy pronto el imperio del castellano en mi cabeza. Huamanga de Josep, Huarina de Juana y La Paz donde nací, estuvieron siempre en mi pecho.
“Mi padre me enseñó disciplina, sentido del deber y espíritu militar. Mi madre era, como Matías mi abuelo materno, el orden personificado, la sobriedad, el ahorro y la palabra medida.
“Nunca tuve dudas, yo quería una sola nación desde Tumbes hasta Tarija, quería que el incario y el virreinato fueran en la República lo que fueron siempre, el árbitro de América del Sur, el árbitro del Pacífico, el árbitro entre la Confederación Argentina y el Brasil, tan grande y poderosa como ambos. No es muy difícil de entender, es simplemente mirar el mapa y saberlo, es saber además que ninguna frontera artificial puede dividir un pueblo de modo gracioso.
“Mi patria fue siempre una sola y por supuesto su corazón era Bolivia, a la que amé con todas mis fuerzas. Cómo no hacerlo, allí nací, allí nació y vivió mi madre, allí está la mitad de mi ancestro. Desde allí y no desde otro lugar construiría la patria mayor. Por eso, cuando llegué a la presidencia de Bolivia, toda mi energía estuvo puesta en Bolivia; ése era mi desvelo y así actué durante seis años, seis fructíferos años en los que todo quedó en orden, empezando por el erario que tuvo superávit. No se gastó un peso de más. Pensé desde el primer día de mi gobierno que no se podía tener una República sin leyes y códigos, sin una educación adecuada, sin proteger su industria. El Congreso aprobó una nueva Constitución anclada en la realidad, la perfeccioné más aún cuatro años después en 1834 y me enorgullezco de una frase de su texto que habla mucho de mis más íntimos valores: Nadie ha nacido esclavo en Bolivia a partir del 6 de agosto de 1825, el día de la creación de la nueva República. En menos de un lustro Bolivia fue la nación más respetada de América.
“Pero todo eso era insuficiente, no me podía quedar atrincherado en las montañas, hubiese sido absurdo. Quedar allí limitaba nuestro horizonte y el mío propio. Por eso abrimos nuestros brazos al Océano a la provincia Litoral y mis hombres cruzaron el Desaguadero. Por eso los triunfos militares de Socabaya y Yanacocha y por eso la creación de la Confederación aprobada por tres Congresos e integrada por tres estados; Bolivia y dos nuevos en que dividí al Perú para guardar un equilibrio apropiado, el Estado Nor Peruano y el Estado Sur Peruano. En 1836 coroné todo lo que en la vida quise. El 28 de octubre de ese año nació formalmente la Confederación Perú-Boliviana. Eso me dio la energía para consolidarla y defenderla. Aplasté por las armas el intento del argentino Juan Manuel de Rosas por doblegarnos desde el sur. Sólo así fui leal con mi alma y con mis sangres.
“La gran ironía de hacer y construir la patria grande fue que uno de los pocos que la entendió fue mi gran enemigo, Diego Portales, ese conservador chileno, hombre de hacienda y de poder que percibió muy pronto lo que por tantos años y con tantos desvelos y amarguras traté de transmitir a bolivianos y peruanos, la concepción, el trabajo, el esfuerzo indeclinable para lograr que Bolivia y Perú fueran uno. Las razones eran simples: comunidad de origen, identidad de vida, destino común, fuerza en la unidad. Portales a su vez pensó, dijo y dejó como meta estratégica de su país la destrucción de esa unidad. Se dio cuenta que Bolivia y Perú unidos serían siempre más que ese Chile modesto y encerrado en el extremo Sur de América. Pocos fieles tuve en mi patria que entendieran y siguieran esta estela, pero un gran enemigo bastó para derrotar a la Confederación, porque sólo él y yo mirábamos más allá de nuestras narices, sólo y él y yo sabíamos que lo que estaba en juego era el futuro, el largo, el del tiempo que verán nuestros bisnietos y tataranietos, no el de mañana, pequeño y modesto.
“Mucho más podría rememorar de las cosas que viví, de los sueños que tejí e hice realidad sobre la tierra tangible que se prendió a mis botas en los miles de kilómetros que recorrí a lo largo de tantos años. Mucho podría reflexionar sobre aquello que me dio fuerza y más todavía del sabor de la victoria y el sabor de la derrota que se hacen distintos dentro de la boca. Nunca derramé una lágrima. Hoy no lo haré, porque la victoria fue una etapa y la derrota una caída, sólo eso. El tiempo acabará dándome la razón”
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