Recuerdos de la diplomacia



Manfredo Kempff Suárez

Estoy en la disyuntiva de escribir unos recuerdos diplomáticos o una novela sobre los años que pasé por el Servicio Exterior. Mi preferencia me lleva más hacia la literatura, pero siempre queda la tentación de ser más riguroso, más trabajador, e irse por la parte histórica, acumulando recuerdos y registrándolos. Es una tarea pesada pero vale la pena intentarlo. Hoy no voy a novelar y más bien recordar brevemente a los presidentes y jefes de Estado que conocí a lo largo de mi carrera diplomática. Se trató de personajes históricos, unos más importantes que otros, que creo interesan.

Todo comenzó cuando a mis 23 años partí a España como segundo secretario, en 1968, épocas de Franco. Por mi rango, no tuve muchas oportunidades de verlo, salvo en dos ocasiones en que estreché la mano a ese anciano de apretón fuerte y mirada de águila. La primera, cuando presentó credenciales el embajador Osvaldo Monasterio y la segunda cuando lo hizo el general Alfredo Ovando. Franco recibía credenciales en el Palacio de Oriente, en la misma sala en que hoy las recibe el rey. En una oportunidad estuve a pocos metros de él durante una parada militar en el Paseo de la Castellana, cuando los aplausos los ganaba la Legión Española que Franco había comandado.

En 1972 fui primer secretario en Paraguay, cuando el poder de Stroessner estaba en su cénit. A Stroessner lo vi más que a Franco, porque no vivía tan custodiado como el Caudillo. Lo saludé en las presentaciones de credenciales del Cnl. Andrés Selich, de Herberto Castedo y de Gustavo Melgar, en el Palacio de López. Luego lo vi de muy cerca en el Panteón de los Héroes, donde Stroessner echaba palizas verbales a brasileños, argentinos y uruguayos, recordando las hazañas del Mariscal muerto en Cerro Corá. Estuve junto a él cuando el presidente Banzer hizo una visita oficial a Paraguay y cuando el canciller boliviano Mario R. Gutiérrez ofreció una recepción en el Hotel Guaraní, donde, como algo excepcional, asistió Stroessner, y cuando sucedieron tristes hechos históricos que no son tema de esta nota.
En 1978, estando como Ministro Consejero en México, gobernaba el Lic. López Portillo, a quien apenas saludé para el grito de la independencia en El Zócalo. Mi jefe era el embajador Waldo Cerruto y cuando cesó a raíz de la caída de Banzer, me quedé como Encargado de Negocios, pero por entonces las relaciones con México eran frías y no pasaban de vacuos discursos de hermanamiento a través de la historia, del mestizaje común, y poco más.

En 1980, a mis escasos 35 años, fui designado embajador de un gobierno de facto en una España que estrenaba Constitución. Presenté credenciales al joven rey Juan Carlos I en el Palacio de Oriente, donde por cosas del protocolo fui trasladado, como todos los embajadores, en carroza y con la Guardia Real a caballo, por pleno Madrid de los Austrias. Además del rey, que siempre fue una persona muy cordial y con quien conversé en algunas ocasiones, saludé en una oportunidad a Adolfo Suárez que por esos meses dejaba su cargo de presidente, y un par de veces a Calvo Sotelo, su sucesor.

A fines de 1990 mi destino fue Uruguay y allí forje una buena amistad con el presidente Luis Alberto Lacalle, hombre carismático y abierto. Nos encontrábamos con frecuencia en reuniones oficiales y privadas con nuestras respectivas esposas, lo que repetimos en encuentros en Madrid y Buenos Aires, posteriormente. Lo acompañé durante su visita oficial al presidente Paz Zamora a Bolivia y juntos pasamos un buen susto cuando en el viaje de retorno, a bordo del 001 de la Presidencia de Bolivia – creo que era el Lear Jet -, tuvimos un problema eléctrico en el vuelo Asunción-Montevideo y debimos retornar a la capital paraguaya. El detalle fue que la tripulación no avisó del inconveniente y en el aeropuerto de Montevideo hubo preocupación porque el avión con Lacalle a bordo no llegaba. Esas eran las naves que utilizaban los mandatarios bolivianos antes de que empezara la fiesta del gas.

En 1997 como embajador en Argentina conocí a Carlos Menem con quien tuve una buena relación aunque no tan intensa como hubiera deseado. Era hombre amable y ameno en su charla, pero no muy afecto a los diplomáticos. Tenía una gran popularidad entre el empresariado más encumbrado, aunque acabó su gestión desprestigiado. De la Rúa, a quien condecoré en la residencia de la embajada siendo Intendente de Buenos Aires, se encontró con una Argentina en un caos total y ya sabemos cuáles fueron las consecuencias.

Durante el breve gobierno de Tuto Quiroga, retorné nuevamente como embajador a Madrid, algo poco usual pero que suele suceder. Mi reencuentro con el rey Juan Carlos fue muy cordial porque meses antes, con mi esposa María Teresa, habíamos sido acompañantes del rey y la reina en emotivas visitas a La Paz, Potosí y Sucre, cuando aún gobernaba Banzer. José María Aznar era el presidente del Gobierno y lo conocí aunque no como para preciarme de haber tenido amistad con él. Transcurrida mi misión en Madrid volvimos a encontrarnos con la pareja real en Cartagena de Indias, cuando García Márquez cumplió sus 80, donde mantuvimos un contacto grato aunque limitado por razones obvias: los reyes eran muy requeridos.